Antonio Machado

Antonio Machado

martes, 7 de octubre de 2014

La tumba del poeta


29/07/2014
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No han cesado en España las manifestaciones literarias y periodísticas que evocaron el 75º aniversario de la muerte de un poeta que para muchos fue el mayor entre los españoles del siglo XX. Los diarios se han ocupado copiosamente del simbolismo histórico aparejado a la muerte de Antonio Machado y sus dramáticos días postreros, integrando en 1939 un contingente de republicanos en derrota hacia la frontera francesa. Sus dolorosos días finales, viejo, fatigado y enfermo, fueron narrados por el escritor catalán Xavier Febrés en "Els ultimens dies de Machado" y reflejados en la crónica que le dedicó Javier Cercas en "Los soldados de Salamina". En esos textos se describen las vicisitudes del convoy de cientos de familias y soldados republicanos que al fin de la guerra fratricida atravesaban Cataluña en busca de salvación y libertad. El 27 de enero murió el poeta -tres días después lo seguiría su madre- y el hermano encontró en el bolsillo de su abrigo un papel arrugado con unas palabras a lápiz que serían quizá las primeras de un último poema. Decían: "Estos días azules y este sol de la infancia", y fueron recordadas en un homenaje del diario "El País" como "el más hermoso verso inacabado de nuestra historia literaria".
En Collioure, un pueblo francés costero, quedó la tumba de Antonio. Se convirtió en objeto de peregrinación de admiradores que la mantienen cubierta de mensajes y flores. (Con perdón por la cita privada, conservo una postal recibida de mi hija Guiomar, que me dice: "Después de visitar la tumba del poeta y leer en su honor algunas de sus canciones, te mando desde Collioure abrazos cariñosos"). Y ahora, como desde hace largo tiempo, al cumplirse un nuevo aniversario han vuelto a conocerse demandas de restitución de los restos de Machado a tierra española. Como es de esperar teniendo también en cuenta su simbolismo político e histórico -la tumba del poeta se valoriza como un recuerdo del exilio republicano-, no han faltado reacciones ante la reapertura del debate. Pero, plantearon algunos, ¿a quiénes pertenecen los escritores? ¿A su familia, a sus lectores, al gobierno del país en donde nacieron? ¿Quién debe decidir dónde deben descansar sus restos? Alguien ofreció un fallo salomónico: la verdadera patria de un escritor son sus palabras.
Hay propuestas diferentes. El gobierno de Andalucía, por ejemplo, planteó el retorno a su provincia natal, apoyándose en la referencia del poema autobiográfico ("Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla / y un huerto claro donde madura el limonero…") que entre nosotros popularizó Joan Manuel Serrat. Existe hasta una "Red de Ciudades Machadianas" que presentan demandas. Y no faltan, por supuesto, pretensiones de intereses turísticos que, invocando como antecedente lo proficuo que le resulta a París el "Pére Lachaise", tradicional cementerio con muertos ilustres, proponen el negocio de un santuario en tierra española. Ian Gibson, hispanista de origen irlandés que vive en España y es autor de "La vida de Antonio Machado. Ligero de equipaje", un libro de 759 páginas que le insumió siete años de investigación, es tajante: "Estoy totalmente en contra de la repatriación. Sus restos deben permanecer en Collioure, porque así la gente tendrá más clara una etapa histórica de España". Otra opinión importante es la de Antonio Muñoz Molina, premio Príncipe de Asturias 2013, quien manifestó: "El mejor monumento a la memoria de Machado ya está construido en Collioure, ese cementerio tan modesto y cercano a España. Fuera de su patria resalta paradójicamente su universalidad y está a salvo de grotescas reclamaciones identitarias". (1) Distinta es la opinión de Luis García Montero, poeta y novelista, quien opina que donde está, territorio francés cuyo gobierno maltrató por entonces a los exiliados, no es lugar digno de Machado. Propone traerlo al Panteón Civil de Madrid, ciudad que alojó a la Institución Libre de Enseñanza donde se formó como pensador libertario.
Son diversas, como se ve, las opiniones sobre el destino mejor para los restos del poeta. Entre todas importa como la que más la de un hermano suyo quien, a su lado hasta el fin, le dio sepultura en Collioure envuelto en la bandera republicana. Escribió José: "Lo enterramos ayer en este sencillo pueblito de pescadores cerca del mar. Allí esperará hasta que una humanidad menos bárbara y cruel le permita volver a sus tierras castellanas que tanto amó". Esta hubiera sido quizá su elección, si hubiera podido el poeta determinar el lugar de su tumba. Lo insinuó, podemos deducirlo, varias veces. Nació en Sevilla pero siempre suspiró por los yermos castellanos. "Mi corazón está donde ha nacido,/ no a la vida, al amor, cerca del Duero…/ ¡el muro blanco y el ciprés erguido!", se lee en "Campos de Castilla", su poemario mayor, más entrañable e íntimo.
(1) Mario Vargas Llosa irrumpió con otro caso enjuiciando la iniciativa de una legisladora que, en el 2009, presentó un proyecto de ley para trasladar los restos de Jorge Luis Borges desde Ginebra a Buenos Aires. Expresó, dirigiéndose a colegas escritores, que nadie puede poner lo que ha escrito a salvo de futuras manipulaciones, distorsiones y vejaciones. Pero que sí es posible "precaverse contra póstumas emboscadas como la que estuvo en marcha contra los huesos del pobre Borges, haciéndose incinerar y que se esparzan sus cenizas en lugares inaccesibles".
HÉCTOR CIAPUSCIO (*)
(*) Doctor en Filosofía




Ligero de equipaje. La vida de Antonio Machado

Ian Gibson

Aguilar. Madrid, 2006. 760 páginas,

Llega esta biografía de Antonio Machado en un momento en el que la consideración distanciada y objetiva de nuestra historia reciente vuelve a resultar difícil o, a lo menos, comprometida. En medio de la arremetida de los historiadores “revisionistas”, más o menos empeñados en justificar la sublevación militar del 18 de julio de 1936, y del fenómeno opuesto, la reivindicación militante de la “memoria histórica” de los vencidos, hemos dejado de vislumbrar lo que hace apenas diez años parecía ya inminente: el que la Guerra Civil empezara a parecernos tan lejana y ajena -la formulación es de Andrés Trapiello- como lo eran para nuestros abuelos las guerras carlistas...

JOSÉ MANUEL BENÍTEZ ARIZA | 20/04/2006 | 
Hoy las dos Españas machadianas se enfrentan en las tertulias radiofónicas y en las listas de libros más vendidos. Una y otra compiten por el éxito en audiencia y cifras de ventas. No hay lugar para el matiz (que no para la interesada “equidistancia”), ni son bien recibidos los intentos de entender a cada cual en su circunstancia.

Después de leer las impresionantes páginas finales de esta biografía, en fin, se entiende que los sentimientos se impongan a veces, con todo derecho, a la fría ponderación de los datos: con un nudo en la garganta asistimos a los últimos días del “hombre bueno” por antonomasia que fue Antonio Machado. Los tópicos consagrados cobran de pronto una vigencia inusitada. La muerte del poeta, “casi desnudo, como los hijos de la mar”, el destello imaginativo que supone el último verso suyo conservado (“Estos días azules y este sol de la infancia”), su sencillo funeral en Collioure…, todos esos datos, archisabidos, vuelven a componer una escena a cuyo calado simbólico y sentimental ningún español decente puede oponer objeciones. Como insistentemente explica el biógrafo, no cabe considerar a Machado un mero rehén de las circunstancias: su apoyo a la República fue sincero, coherente con sus antecedentes familiares y con toda su trayectoria intelectual. Tiene razón Gibson al atisbar una cierta sinceridad, por ejemplo, en el soneto “de circunstancias” que el poeta dedica al militar comunista Enrique Líster, que no cabe equiparar sin más a las composiciones huecas y retóricas que su hermano Manuel dedica a los militares sublevados.


Sin embargo, siempre cabe esperar un enfoque, si no en contradicción con lo que dictan los sentimientos y los hechos incontestables, sí capaz de situar éstos en una perspectiva más amplia. Cabe esperar, por ejemplo, cierta piedad con la figura patética de Manuel, que hubo de enterrar una educación y un talante liberal-progresista, en todo idénticos a los del hermano, para salvar el tipo en el Burgos sublevado donde le sorprendió el principio de la guerra. En ningún modo merece el mayor de los Machado que el biógrafo equipare su entierro religioso, por ejemplo, con el del grotesco personaje que protagoniza “Llanto de las virtudes y coplas a la muerte de don Guido”. El matiz, falta el matiz. Que también se echa de menos, pongamos, en la ponderación de la labor periodística y propagandística de Antonio durante la guerra. Apenas repara el biógrafo en el continuado esfuerzo de Antonio por destacar el principal motivo de su apoyo a la causa republicana: su legitimidad; o en las repetidas ocasiones en las que se declara (a veces, en circunstancias ciertamente comprometidas) no socialista, ni comunista. O en su idea de que la República por la que habían luchado él y otros prohombres de su tiempo duró apenas un bienio, y murió literalmente con la victoria electoral de las derechas en 1933. Es la misma convicción, no lo olvidemos, que llevó a otros intelectuales a desmarcarse del régimen republicano una vez comenzada la guerra. Gibson, en su objetividad de historiador, ofrece los datos que nos permiten atisbar la complejidad del pensamiento de Machado en estos momentos difíciles, pero no acierta a extraer todas las consecuencias. El “ingenuo” Machado, en fin, no nos lo parece tanto, y lo que sí vemos en él es una inteligencia alerta que, pese a todo, no le impide asumir compromisos claros. Y es en ese intervalo entre pensamiento y compromiso, no lo olvidemos, donde reside la verdadera libertad de espíritu.


En otros momentos de esta biografía queda bien claro que Machado es un habitante pertinaz de ese libérrimo espacio intermedio entre la realidad y el pensamiento. Sus historias amorosas así lo confirman. Acierta Gibson al postular la existencia de una innominada “amada” infantil del poeta, que deja su rastro en los poemas de Soledades y en no pocos regresos del poeta a los recuerdos de su infancia sevillana. Menos comprensivo, en cambio, es el biógrafo con la complicada relación platónica que Machado mantiene con la mediocre poetisa Pilar Valderrama, la “Guiomar” del último tramo de su obra. Es más que posible que al poeta no le satisfacieran los límites que su amada impuso a la relación; pero también parece evidente que el campo meramente imaginario y sentimental en el que ésta habría de desarrollarse no es del todo ajeno a los postulados de su mundo poético. Hay una posible contrapartida, claro: en algún lugar de esta biografía se alude a las posibles visitas del Machado viudo a algún burdel. Pero aquí tropezamos con la causa principal de las muchas zonas de sombra que presenta su vida: la falta de testimonios suficientes.


Gibson saca todo el partido posible de los que hay, y logra trozos en los que el lector visualiza sin dificultad las circunstancias materiales y el transcurrir del día a día del poeta. Así ocurre, amén de en las ya mencionadas páginas finales, en las dedicadas a su estancia en Soria, por ejemplo, o en la difícil labor de taracea que supone hacer casar las cartas de Machado a Pilar Valderrama y los recuerdos de ésta para construir una crónica verosímil de lo que verdaderamente sucedió (aunque echamos de menos, en fin, el relato, tan revelador, de las circunstancias en que la identidad de “Guiomar” terminó finalmente aflorando, gracias, entre otras aportaciones, a las bien fundadas intuiciones de José Luis Cano; aunque es muy posible que, cuando Cano da a luz sus artículos, en 1959, la identidad de la amada de Machado fuese ya un secreto a voces).

En cualquier caso, no parece que la trayectoria vital de Machado oculte ya para nosotros ningún misterio, más allá de las lagunas existentes en el conocimiento de algunas etapas de su vida, o de ese otro milagro inexplicable que es la creación poética. Y casi nos alegramos de ello: en esta biografía no aflora ninguna revelación impertinente o escandalosa, ninguna intimidad que incomode, ningún descubrimiento sorprendente. Si acaso, el continuo contrapunto entre la realidad y la inteligencia despierta del poeta, que sueña con poseer físicamente a la amada que mejor encaja en su concepción mentalista del amor, o tiene la humorada de declararse “no socialista” en un mitin de las Juventudes Socialistas Unificadas… Un personaje singular, vástago de la mejor España y, comprensiblemente, víctima de la otra. Recorrer su vida es un pretexto inmejorable para releer su obra. También, para reflexionar sobre algunos acontecimientos de nuestra desgraciada historia; y, quizá, para ver bajo otra luz ciertas preocupantes actitudes del presente



Antonio Machado; "un modo de ser"





España es un país muy dado a conmemorar a sus insignes en las fechas de su muerte. Algo de atinado tiene esta tradición, sin embargo, según la persona, conviene transgredir el acervo para conmemorar o, mejor dicho, celebrar el nacimiento. Tal es el caso de Antonio Machado, nacido un 26 de julio.
A.Caro
 25 julio 2014
 “Hablaba en verso y vivía en poesía”, dijo Gerardo Diego de nuestro poeta, del que esta semana celebramos su natalicio (Sevilla, 26 de julio de 1875). En un país tan dado a celebrar los aniversarios de las defunciones, creo significativo abrir una nueva vía: la de celebrar los nacimientos. Es cierto que la muerte es la puerta, quizás la última, que conduce a la Historia; a la inmortalidad a la que miles de lectores de generaciones dispares condujeron al genial poeta sevillano. Historia e inmortalidad, a menudo, son sinónimos. Pero el nacimiento, el alumbramiento de una nueva vida es el comienzo, el punto de partida a partir del cual se empieza a forjar el hombre y el poeta (¿podemos distinguir entre uno y otro?).

Aquel 26 de julio, Ana Ruiz dio a luz, a las cuatro y media de la madrugada, en una de las estancias del Palacio de las Dueñas de la capital hispalense, a un hermoso niño que llevaría el nombre del padre: Antonio. Segundo varón – meses antes había nacido Manuel – de una familia de ocho, a los pocos años de nacer, el abuelo de los Machado ganó una cátedra en la Universidad Central de Madrid y la familia al completo decidió partir con él. Y fue en este período de mudanza cuando, Antonio padre llevó a sus hijos a Huelva para que conocieran el mar. La imagen inmensa de un azul ignoto quedó grabada en la mente del joven Antonio, que no dejaría de evocarlo en su obra.

Ya en Madrid, los hermanos Machado ingresan en la Institución Libre de Enseñanza, bajo la tutela, entre otros, de Giner de los Ríos y de Cossío. La estancia en la ILE marcará hondamente la forma de ser y de pensar de Antonio. Y de Madrid, el periplo sobradamente conocido: París, Segovia, Baeza, Barcelona y Colliure.

Celebrando, como hago e invito, el aniversario del nacimiento del poeta no creo importante dibujar una semblanza de Machado, semblanza que, de otra parte, es conocida por todos. Creo que, para lograr el difícil gozo de la celebración, es más pertinente parafrasear a Max Aub, quien, atinadamente, señaló en su Manual de Historia de la Literatura Española, que si Unamuno fue “un modo de sentir” y Ortega y Gasset “un modo de pensar”, sin duda Machado fue “un modo de ser”. Una forma que Aub definió como  "la estirpe romántica, la sencilla bondad, el vigor intelectual y la sincera melancolía."

Y es que si se piensa bien, en la vida de Machado casi todo fue pérdida: su marcha de Sevilla, la muerte de su padre, la muerte de Leonor, el imposible amor con Guiomar y, finalmente, la pérdida del hogar por el exilio. Y la pérdida es el primer paso hacia la melancolía. Todo Machado es la melancólica mirada; unos ojos profundísimos que observaban el mundo con el corazón ensimismado en el recuerdo; con el alma tomada por una vigorosa sabiduría que no fue fruto de la senectud, sino de la apetencia natural de un espíritu que, nacido en Sevilla un 26 de julio de 1875, buscaba constantemente una luz que masticar; un alimento que saciara.

26 de julio de 1875. Sevilla, España y la literatura comenzaron a deshacerse por el gozo; a gloriarse porque, de Ana Ruiz hubo nacido el gran príncipe de la “estirpe romántica”: Antonio Machado. 



Antonio Machado y la educación en valores

14.07.2014 
FULGENCIO MARTÍNEZ Este año se ha cumplido el 75 aniversario de la muerte del poeta y otro tanto del fin de la Guerra Civil del 36-39. El 22 de febrero de 1939 moría en Collioure (Francia) el poeta Antonio Machado. En una de sus últimas prosas, escrita en Valencia durante la guerra, reflexionó sobre el papel de los poetas y los intelectuales. Escribiendo bajo unas circunstancias dramáticas, mientras sufre la ciudad valenciana el bombardeo del Ejército franquista, produce un texto que luego se recogió en la segunda parte de su libro Juan de Mairena, una de las cumbres de la prosa y de la filosofía española.
«Occidente parece cada día más desorientado. Cada día, en verdad, sabemos menos por donde va a salir el sol». «Escribo a la luz de una vela, en plena alarma, y son estas mismas aborrecibles bombas que están cayendo sobre nuestros techos, las que me inspiran estas reflexiones». En esos términos se expresa Machado mientras desgrana las actitudes del poeta y la del filósofo abstracto ante la situación de guerra, a la vez que asienta su fe poética y humana en el amor y en los valores sociales. El filósofo está tentado a pensar que la guerra «perturba el ritmo de sus meditaciones», pero si ella le coge «desprevenido de categorías para pensarla, esto quiere decir mucho en contra» de las meditaciones del filósofo y del deber de «revisarlas y de arrojar no pocas al cesto de los papeles inservibles».
En estos pensamientos se hacen patentes los sentimientos que le embargan a Machado: la proximidad de la muerte, la angustia existencial y su descontento radical como ser humano. Pero es, precisamente, ese descontento «a única base de nuestra ética» como seres finitos, relativos y necesitados de otro ser.
«Si me pedís una piedra fundamental para nuestro edificio, ahí la tenéis». Pero piedra, más bien, para el edificio de una creencia comunitaria, fraterna. Antes o por encima de la metafísica y el concepto racional, es ese descontento radical lo que ha de mover a un acuerdo en los valores vivos, que presida el diálogo posible de dos conciencias radicalmente distintas y complementarias.
Para desmontar el fracaso existencial del amor, Machado evoca la lapidaria sentencia de Negrín: «Las más de las veces al vencedor lo hace el vencido». Frente a los que justifican el egoísmo en base a la imposibilidad de amor entre uno y otro, y entre los otros y los unos, Machado afirma el propósito de ´superar´ el encantamiento que hace disminuir en el alma las alas que nos trascienden horizontalmente hacia los otros, más allá de los valores individuales, egoístas.
Su mensaje está hoy más vivo que nunca: Para mejorar la sociedad es preciso apostar por una cultura de valores comunes, solidarios. Si la cultura no educa en nosotros esos valores, nuestras convicciones últimas no serán removidas. El pensamiento de Machado, al igual que su corazón, le llevaban a la ética del respeto y el amor a la humanidad real, al pueblo. Y, en concreto, el pueblo español. Este tiene un fondo de valores arraigados que no son despreciables si se convierten en solidaridad y no ceden a la tentación del egoísmo. Cree Machado en un Dios de la filantropía, aun no realizado del todo, pero cuya existencia necesariamente se haría real mediante la realización futura de la esencia humana. Alguien podría decir que ese Dios de Machado es una creencia idealista, pero las creencias conforman valores y un fondo constante de elecciones y experiencias. Por cierto que la «ingente experiencia del Cristo todavía en curso», dice Machado, es «precisamente en Roma» donde no se la ve nunca.
A ver si, ahora, decimos nosotros, con el nuevo papa la Iglesia se orienta otra vez hacia Cristo. Pues la Iglesia no ha de quedarse fuera de ese nuevo ímpetu que se necesita para los tiempos presentes. Reafirmar los valores de la compasión, en el sentido profundo de la palabra, y la solidaridad; valores que derivan de la creencia en la pertenencia a una misma humanidad. Machado nos recuerda que una verdadera educación en los valores fraternos cambiaría el fondo metafísico humano y nuestras percepciones e ideas. Ello requiere un ascesis, casi el heroísmo del fuerte que sabe hacerse más fuerte cuanto más «esgrime el látigo contra sí mismo», y más aún cuando siente como suyos los yerros ajenos.
Machado culmina su reflexión metafísica en estas líneas muy profundas de consideración hacia el prójimo, hacia el otro: «Nuestros yerros esenciales son hondos, y es en nosotros mismos donde los descubrimos. Si acusamos de ellos a nuestro prójimo... estableceremos con él una falsísima relación, desorientadora y descaminante... Cometemos dos faltas imperdonables: la antisocrática, no acompañando a nuestro prójimo para ayudarle a bien parir sus propias nociones, la otra, mucho más grave, anticristiana», es decir, la profunda ironía de Cristo hacia los lapidadores: quien esté libre de pecado que tire la primera piedra».