Antonio Machado

Antonio Machado

jueves, 14 de enero de 2021

LOS DIAS AZULES


 

domingo, 6 de septiembre de 2020


 


Combatir la ignorancia.

 

 

Antonio Machado no solo quería que sus alumnos leyeran libros, sino que aprendieran del cielo y sus estrellas, del mar y sus estelas, del campo y sus filósofos “Siempre que trato con hombres del campo pienso en lo mucho que ellos saben y nosotros ignoramos, y en lo poco que a ellos importa conocer cuánto nosotros sabemos”, escribió el poeta. Siempre vengativo y cruel, el franquismo expulsó en 1941 a Antonio Machado del cuerpo de catedráticos de instituto. Lo expulsó post mortem porque Machado había fallecido dos años atrás en la localidad meridional francesa de Collioure, huyendo, precisamente, del último empujón triunfal de las tropas franquistas. Machado fue un inmenso poeta, uno de los más grandes del siglo XX español, y, a la par, un maestro de profesión con una clarísima idea de lo que esto significa. Impartió clases de francés en institutos de Soria, Baeza, Segovia y Madrid con la voluntad expresa de despertar la curiosidad de sus alumnos por las cosas de este mundo, el natural y el cultural, y de estimular su espíritu independiente y crítico. Era un hombre bueno, desaliñado indumentariamente y gran fumador. Sus estudiantes le apodaban cariñosamente Manchado por la ceniza de los cigarrillos que le caía sobre la chaqueta. Discípulo de la Institución Libre de Enseñanza, Machado teorizó también sobre la pedagogía a través de su heterónimo Juan de Mairena. Si la poesía de Machado tiene sus raíces en la sabiduría popular andaluza y castellana, su visión de la enseñanza empieza por este viejo dicho de maestro que repetía a sus alumnos y recogió en su libro Proverbios y cantares: “Despacito y buena letra: / El hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas”. Esa visión continúa con el consejo de no despreciar algo tan solo porque se ignora. Y puede concluir con aquello tan conocido de que se hace camino al andar, y su corolario: los que siempre dicen estar de vuelta es que nunca han ido a ninguna parte. Nació en Sevilla en 1875, en una de las viviendas de alquiler del palacio de las Dueñas. Su padre, Antonio Machado Álvarez, conocido como Demófilo, era abogado, periodista e investigador del folclore. Su abuelo paterno, Antonio Machado Núñez, médico, catedrático y entusiasta de la Institución Libre de Enseñanza. La Institución Libre de Enseñanza fue un proyecto pedagógico que, entre 1876 y 1936, promovió la regeneración moral, intelectual y social de España. Desarrollaba su labor educativa al margen del Estado y de cualquier dogma político y religioso, y sostenía que, además de instruirles, había que educar el carácter de los alumnos. Para ello introducía en España lo último en materia científica, promovía el deporte y las excursiones a los museos y al campo, prefería la evaluación continua al examen final y, en vez del castigo, estimulaba la participación del estudiante en los trabajos en las aulas. En 1883, Antonio Machado Núñez, el abuelo del poeta, ganó la oposición a una cátedra en la Universidad de Madrid, y allí se trasladó la familia al completo. El objetivo era que los niños pudieran estudiar en el primer centro abierto por la Institución Libre de Enseñanza. Así lo hizo Antonio Machado, teniendo como uno de sus profesores al rondeño Francisco Giner de los Ríos, alma de la Institución. A la muerte de Giner, en 1915, diría de él en un poema: “Allí el maestro un día / soñaba un nuevo florecer de España”. Machado seguiría soñándolo hasta su muerte. Machado siempre estuvo comprometido con el ideario de la Institución: combatir la ignorancia. En 1906 pasó de la teoría a la práctica, y, por consejo de Giner, preparó oposiciones a profesor de francés en Institutos de Segunda Enseñanza. Obtuvo su primera plaza el año siguiente, en Soria, entonces la capital de provincia más pequeña de España. Pasó allí un lustro, en el que aprendió a amar lo que llamó “lo esencial castellano”, y en el que se enamoró de la aún adolescente Leonor Izquierdo, con la que se casaría en 1909. Ella tenía 15 años y él 34. Tras la muerte por tuberculosis de Leonor en 1912, el desconsolado Machado solicitó el traslado a otra provincia y consiguió un puesto de profesor de gramática francesa en un instituto de Baeza. Pasó en la Salamanca andaluza siete años, durante los cuales entabló amistad con un joven poeta granadino llamado Federico García Lorca y estudió por libre filosofía y letras. En 1919 consiguió el traslado al instituto de Segovia que deseaba por la proximidad de esta ciudad con Madrid. Siempre corto de dinero, vivía en una humilde pensión, pero compensaba esta y otras estrecheces materiales con viajes a la capital de España, de cuya vida literaria y cultural se convirtió en un ilustre miembro. Tanto que en 1927 le eligieron para un sillón de la Real Academia Española, del que jamás llegó a tomar posesión. Explicaría su actitud en una carta a Miguel de Unamuno: “Es un honor al cual no aspiré nunca; casi me atreveré a decir que aspiré a no tenerlo nunca. Pero Dios da pañuelo a quien no tiene narices...”. República de los maestros. En la obra literaria de Machado siempre estuvo muy presente su visión de la enseñanza. En un poema de 1903, conocido popularmente como Recuerdo infantil, ya había expresado su rechazo del estéril y aburrido modelo tradicional de enseñanza, con sus rutinas de disciplina y memorización: “Una tarde parda y fría / de invierno. Los colegiales / estudian. Monotonía / de lluvia tras los cristales”. Pero fue a través de su heterónimo Juan de Mairena donde, en 1936, daría a conocer sus reflexiones filosóficas sobre la enseñanza y la vida. Editado por Espasa-Calpe, el libro en prosa Juan de Mairena (sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo) reunía un conjunto de ensayos publicados por Machado en los diarios capitalinos Madrid Ilustrado y El Sol. Estos textos tienen en común el diálogo entre un imaginario profesor y sus alumnos sobre la política, el arte, la literatura, la educación y otros asuntos, un diálogo que igual emplea la máxima gravedad que el humor más desternillante. Por ejemplo, para reivindicar una escritura clara como el agua de la sierra, Juan de Mairena le dice a un discípulo: “Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: “Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa.” / El alumno escribe lo que se le dicta. / —Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético. / El alumno, después de meditar, escribe: “Lo que pasa en la calle”. / Mairena —No está mal”. Machado no solo respetaba a los niños y adolescentes, sino que pensaba que el maestro —y el sabio en general— jamás debían de traicionar al niño que él mismo había sido. En otro texto de Juan de Mairena, lo expresa así: “¿Cómo puede un maestro, o, si queréis, un pedagogo, enseñar, educar, conducir al niño sin hacerse algo niño a su vez y sin acabar profesando un saber algo infantilizado? Porque es el niño quien, en parte, hace al maestro (…). El niño nos revela que casi todo lo que él no puede comprender apenas si merece ser enseñado, y, sobre todo, que si no acertamos a enseñarlo es porque nosotros no lo sabemos bien todavía”. Heredero de cierta milenaria sabiduría grecorromana, la de Heráclito, Epicuro y Zenón, la de Séneca y Lucrecio, Machado quería que sus alumnos leyeran libros y también aprendieran del cielo y sus estrellas, del mar y sus estelas, del campo y sus filósofos. En un artículo sintetizaba así las ideas de Manuel Bartolomé Cossío, otro de sus profesores en la Institución Libre de Enseñanza, acerca de la necesidad de enviar a los mejores enseñantes a las escuelas rurales: “Pero no basta con enviar maestros; es preciso también enviar investigadores del alma campesina, hombres que vayan no solo a enseñar sino a aprender”. Y en otra ocasión, el poeta, que no confundía valor y precio, escribió esta frase concluyente: “Siempre que trato con hombres del campo pienso en lo mucho que ellos saben y nosotros ignoramos, y en lo poco que a ellos importa conocer cuánto nosotros sabemos”. El día de la proclamación de la Segunda República, el 14 de abril de 1931, estaba en Segovia. Hombre de ideas liberales en el buen viejo sentido de la palabra, el prostituido por el derechismo contemporáneo, Machado fue requerido para ser uno de los que izaran la nueva bandera española en el balcón del ayuntamiento. Lo hizo con un gozo que recordaría con estas palabras: “¡Aquellas horas, Dios mío, tejidas todas ellas con el más puro lino de la esperanza, cuando unos pocos viejos republicanos izamos la bandera tricolor en el Ayuntamiento de Segovia! (...) Con las primeras hojas de los chopos y las últimas flores de los almendros, la primavera traía a nuestra república de la mano”. En el otoño de ese mismo año, la República le concedió a Machado el que quizá fuera su mayor deseo profesional: una cátedra de francés en Madrid, en el Instituto Calderón de la Barca. Y en el lustro siguiente, él fue absolutamente leal a aquel joven régimen que sería conocido como la República de los Maestros por su voluntad de impulsar la regeneración de España a través de la construcción de escuelas y las Misiones Pedagógicas. Pero, como su matrimonio con Leonor, ese periodo luminoso no duró mucho. “En España, de cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa”, había sentenciado Machado en sus Proverbios y cantares. El 18 de julio de 1936, las testas de los militares más cerriles y sus compinches eclesiásticos y civiles embistieron con fiereza a la joven República. Lo casi milagrosos, lo heroico, fue que la resistencia popular en Madrid, Barcelona y muchos otros lugares consiguiera que no triunfaran de inmediato. Pero, a lo largo del verano y el comienzo del otoño, los facciosos fueron aproximándose con codicia a Madrid, hasta llegar a cercarla en noviembre. De aquella ciudad hambrienta, bombardeada y resistente, la del ¡No pasarán!, escribiría Machado: “¡Madrid, Madrid; qué bien tu nombre suena, / rompeolas de todas las Españas! / La tierra se desgarra, el cielo truena, / tú sonríes con plomo en las entrañas”. La brutalidad de la España negra El poeta y maestro se resistió todo lo que pudo a dejar la capital, pero al final tuvo que hacerlo. Se refugió primero en Valencia, luego en Barcelona. Y el 22 de enero de 1939, emprendió el que sería su último viaje, hasta la hermosa localidad francesa de Collioure, donde él y su madre se albergaron en el hotel Bougnol-Quintana. Allí murió Antonio Machado un mes después, el 22 de febrero. Su madre, de 85 años, le siguió dos días después. El cantautor Joan Manuel Serrat lo rescataría para la cultura popular española en 1969, con su álbum Dedicado a Antonio Machado: “Golpe a golpe, verso a verso... / Murió el poeta lejos del hogar. / Le cubre el polvo de un país vecino. / Al alejarse le vieron llorar. / Caminante no hay camino, / se hace camino al andar...” Aún vivía y gobernaba dictatorialmente el general Franco, pero, con aquel homenaje al poeta y profesor tan tristemente muerto en el exilio, Serrat anunciaba que la luz terminaría regresando a “ese lugar donde los bosques se visten de espinos”. Y regresó. En 1981, ya muerto Franco, Antonio Machado fue rehabilitado oficialmente como catedrático del Instituto Cervantes de Madrid, el último puesto docente de su vida. Está bien, sin embargo, que Machado siga enterrado en Collioure. Para que no olvidemos jamás lo brutal que puede ser la España negra con compatriotas tan preclaros como él y García Lorca. Y, además, su tumba en Collioure es hermosa, siempre está fresca de ramilletes de flores, banderas republicanas y mensajes escritos. Ante ella me recogí un día del verano de 2018 y me pregunté qué diría el maestro de la España de hoy. Concluí que probablemente repetiría lo que escribió una vez: “Creo más útil la verdad que condena el presente, que la prudencia que salva lo actual a costa siempre de lo venidero”.


domingo, 7 de abril de 2019

A Leonor






CXXII


                 Soñé que tú me llevabas
por una blanca vereda,
en medio del campo verde,
hacia el azul de las sierras,
hacia los montes azules,
una mañana serena.

Sentí tu mano en la mía,
tu mano de compañera,
tu voz de niña en mi oído
como una campana nueva
como una campana virgen
de un alba de primavera.
¡Eran tu voz y tu mano,
en sueños, tan verdaderas!...
Vive, esperanza, ¡quién sabe
lo que se traga la tierra!...


Antonio Machado.


domingo, 24 de marzo de 2019

Poema

  






Al borrarse la nieve. Se alejaron
Los montes de la sierra.
La vega ha verdecido
al  sol de abril, la vega
tiene la verde llama,
la vida, que no pesa;
y piensa el alma en una mariposa,
atlas del mundo, y sueña.
             Antonio Machado






sábado, 23 de marzo de 2019

Antonio Machado en el andén del exilio

El pueblo francés de Collioure conmemora el 80º aniversario de la muerte del poeta sevillano. Su tumba es un icono de la memoria republicana


16 FEB 2019

Antonio Machado, visto por Sciammarella.
El 28 de enero de 1939 a las 17.30 se bajaron en la estación de Collioure cinco personas que media hora antes se habían subido al tren en Cerbère, el primer pueblo de la costa francesa por el lado oriental de los Pirineos. Eran Antonio Machado, su madre —Ana Ruiz—, su hermano José, la esposa de este —Matea Monedero— y el escritor Corpus Barga, que los había ayudado a salir de la ratonera en que se había convertido el paso fronterizo de Els Balitres, atestado de refugiados que huían de las tropas franquistas.
El jefe de estación de Collioure era un joven llamado Jacques Baills al que le preguntaron si había cerca un hotel. Baills les indicó el mismo en el que se alojaba él, el Bougnol-Quintana, a 10 minutos a pie siguiendo una avenida en dirección al mar. Mientras Matea cargaba el poco equipaje que les había quedado, José ayudaba a su hermano Antonio, que caminaba a duras penas. Padecía del corazón y tenía asma: mal panorama para un fumador empedernido que había pasado horas bajo la lluvia. Tenía 64 años, parecía un viejo. Tiempo antes había escrito a un amigo que se sentía así: viejo y enfermo. Viejo porque pasar de los 60 “son muchos años para un español”. Enfermo porque sus “vísceras” se habían “puesto de acuerdo para no cumplir su función”. Su madre, agotada, le sacaba 20 años. Cuando Corpus Barga la tomó en brazos —“pesaba como una niña”, recordará luego—, la anciana le formuló al oído una pregunta ya convertida en símbolo: “¿Llegamos pronto a Sevilla?”.
El domingo 27 de enero, cuando faltaba un día para que se cumplieran 80 años de aquella escena, se descubrió una placa en recuerdo de aquel viaje. La compañía francesa de trenes no permite en sus instalaciones inscripciones ajenas al ferrocarril y la placa tuvo que colocarse provisionalmente en la caseta de electricidad del aparcamiento. Lo cuenta delante de ella Jacques Issorel, autoridad mundial en la etapa final de Machado y autor del libro Últimos días en Collioure, 1939 (Renacimiento).
Marsellés de 78 años y profesor emérito de Literatura en la Universidad de la vecina Perpiñán, Issorel conoció en 1972 a Jacques Baills, que tenía 27 años el día que se encontró con los Machado y nunca pudo olvidar aquel momento. “Imagínate, fue el encuentro de su vida”, cuenta Issorel camino de la placette —oficialmente, Place Géneral Leclerc—, sembrada de plátanos imponentes con ramas que parecen muñones. “Baills no era un hombre de gran cultura, pero tenía inquietudes: coleccionaba sellos y había estudiado español. Por eso reconoció a Machado. Cuando vio su nombre en el registro del hotel Quintana y al lado la palabra "profesor", recordó unos versos que tenía copiados en su cuaderno de español. Le preguntó si era el poeta y él le dijo que sí. Desde entonces se vieron con frecuencia”.
El profesor Issorel conoció también a Juliette Figuères, la dueña de la mercería de la placette. Allí recalaron los Machado preguntando por el hotel, al otro lado del Douy, un riachuelo cuyo cauce, seco, se usa ahora como una calle más. Aquella tarde madame Figuères les preparó café y, días más tarde, les prestó dinero para que compraran sellos y pudieran escribir a las hijas de José, enviadas a la Unión Soviética. También regaló una camisa a cada hermano. Hasta entonces, los días de colada bajaban por separado a comer: compartir la única que tenían mientras se secaba la otra. Fue ella la que cosió la bandera que cubrió al poeta el día de su muerte. Fue el 22 de febrero, Miércoles de Ceniza, horas antes de que llegase la carta de la Universidad de Cambridge ofreciéndole el puesto de lector.
Si Antonio Machado salió poco del Quintana, hoy su ruta en Collioure es un paseo de minutos: la estación, la mercería (convertida en tienda de “vinos de autor”), el hotel (cerrado), el castillo en el que estaban confinados los soldados españoles que portaron su ataúd y, por supuesto, el cementerio. Cinco banderas republicanas, varios ramos de flores, un bajorrelieve con la efigie del poeta, tres placas y dos folios con sendos poemas adornaban el martes pasado su tumba, la primera que se ve al entrar en el camposanto. No siempre estuvo ahí. Hasta julio de 1958 sus restos ocuparon un nicho cercano cedido por una amiga de la señora Quintana. Cuando la familia necesitó ese nicho, el poeta fue trasladado al lugar definitivo después de que el Ayuntamiento de Collioure regalara el terreno y un comité al que pertenecía Baills promoviera una colecta a la que contribuyeron, entre muchos otros, Albert Camus, René Char, André Malraux y Pau Casals. El músico, recuerda Issorel, estaba por entonces en Prades, a una hora de aquí, y se ofreció a tocar en el segundo sepelio: “Como la familia no quería actos públicos, Casals vino a las pocas semanas y tocó el violonchelo con el cementerio vacío”. Meses después, en el invierno de 1959, coincidiendo con el 20º aniversario de la muerte de Machado, serían los escritores de la generación de los cincuenta —de Gil de Biedma a Caballero Bonald, pasando por Ángel González— los que peregrinarían a Francia para rendir homenaje al maestro poético de la posguerra y, de paso, promocionarse como generación. Las fotos de aquel día se repiten en los libros de historia de la literatura, pero en Collioure nada hace sombra al homenajeado. “Casi nadie se acuerda aquí”, explica Issorel, “de la visita de los poetas del cincuenta”.
Los pueblos de los Pirineos franceses conmemoran algo que nombran en español: la retirada
La tumba de Machado está siempre tapizada de flores y papeles, versos suyos y ajenos, dibujos y cartas de lo más variopinto: exvotos para un santo laico. En 1980 se instaló un buzón en la tumba para evitar que los papeles se dispersaran y ahora forman parte del Fondo Documental Palabra en el Tiempo que se custodia en la flamante mediateca del pueblo, inaugurada en septiembre pasado en frente del hotel Quintana y bautizada, cómo no, con el nombre del poeta andaluz. En el último piso tiene su sede la Fundación Antonio Machado de Collioure (FAM), creada en 1977. Son los dominios de Jacques Rodor, tesorero, que abre con orgullo el archivador con las 32.000 piezas recogidas en estas cuatro décadas y cuyo estudio está en manos de la Universidad de Alcalá de Henares.
El traslado de 1958 se aprovechó para colocar en la misma tumba a la madre del poeta, que murió 72 horas después que su hijo y reposaba hasta entonces en la zona del cementerio destinada a los pobres. También las autoridades franquistas aprovecharon el momento para pedir que los restos de Machado fueran llevados a España. La familia, desde el exilio en Chile, se negó. Lo mismo hicieron sus representantes en Francia cuando en 1966, Manuel Fraga, ministro de Información y Turismo de Franco, volvió a la carga. Cada febrero, la FAM celebra una jornada de homenaje el domingo más próximo al 22 de febrero. Este año será el 24. En 2014 acudió a los actos un representante de la Junta de Andalucía que insinuó que su ilustre paisano debería descansar en Sevilla. “La propuesta fue discreta”, recuerda Jacques Issorel, “pero la reacción fue claramente hostil”. Él comparte esa reac­ción: “Esta tumba no es solo la de un gran poeta, es el símbolo del éxodo de la España republicana”. Lo mismo opina Joëlle Santa-García, nacida en Elche hace 56 años, emigrada con sus padres en los años sesenta, profesora de español en un instituto de Perpiñán y presidenta de la FAM desde hace seis años. “Antonio Machado es el portavoz de esos 500.000 españoles que, como él, tuvieron que dejar su país”, sostiene. “Desplazar su sepultura sería negársela simbólicamente a quienes no tienen su fama”.

“La patria de Machado es su tumba en Collioure”, dice tajante Serge Barba citando a Oriol Ponsatí-Murlà, profesor de la Universidad de Girona, que durante aquella jornada machadiana de 2014, 75º aniversario del éxodo, glosó en una conferencia la definición de patria de Diderot y D’Alembert: no es el lugar donde nacimos sino donde somos libres. Barba ha recogido esa intervención en el volumen bilingüe Collioure… Los días azules de Antonio Machado, recién coeditado por la FAM y la editorial rosellonesa Trabucaire. Tomando el título del celebérrimo último verso del poeta —“Estos días azules y este sol de la infancia”—, el libro recopila textos e imágenes sobre el autor sevillano y sobre el pueblo que lo acogió firmados por autores como Louis Aragon, Joan Manuel Serrat, Mercedes Cuesta, Monique Alonso y, por supuesto, Jacques Issorel.
“En Francia la memoria histórica no está politizada”, afirma el historiador Serge Barba, hijo de exiliados
A ese recopilatorio se sumará la semana que viene Los últimos caminos de Antonio Machado (Espasa), del hispanista Ian Gibson, que ya en 2006 firmó Ligero de equipaje, la biografía de referencia del autor de Soledades. Por su parte, la Universidad de Zaragoza acaba de publicar‘La herencia de’ Antonio Machado, un estudio de Jesús Rubio Jiménez sobre las “apropiaciones” del “gran poeta cívico español del siglo XX”. Rubio Jiménez se extiende entre 1939 y 1970. Quince años más tarde nació la autora cordobesa Elena Medel, que en 2005 consagró a Machado el ensayo El mundo mago (Ariel), nacido de su interés por “una poesía comprometida que no sea explícita”, explica. “En su obra, por ejemplo, el paisaje tiene un sentido político”. Al otro lado del Atlántico, en la Universidad de Iowa, el poeta granadino Luis Muñoz ultima estos días una aproximación a la estética machadiana que busca, sostiene, limpiarlo de “hagiografía” y subrayar lo que tiene de “furia cordial” y de “modernidad sin modernolatría”. Buscaba “una renovación desde los cimientos de los valores individuales y colectivos que conservase un lazo con lo clásico”.
“Profeta ni mártir / quiso Antonio ser. / Y un poco de todo lo fue sin querer”, dice Serrat en la antología preparada por Serge Barba, que reconoce que la figura de Machado ha servido de altavoz a la estampida que en 1939 llevó a 500.000 españoles a atravesar la frontera. Los franceses lo conocen con una palabra sin traducir —Retirada— omnipresente este año en el departamento de los Pirineos Orientales, cuyo Gobierno ha publicado un programa de actos de 24 páginas. Barba presidió hasta 2009 la asociación FFREEE (Fils et Filles de Républicains Espagnols et Enfants de l’Exode), que ha impulsado decisivamente el recuerdo del exilio español. “A rendirle homenaje a Machado siempre ha venido gente”, explica Barba, “pero en los últimos años la historia de la Retirada se ha popularizado en toda la región”. No quiere, sin embargo, comparar el estado de la memoria histórica a ambos lados de la cordillera aunque subraya que la Generalitat de Cataluña hace un buen trabajo: “80 años después, en Francia se ha olvidado lo malo. Hoy es fácil arrepentirse del maltrato del 39 a los refugiados, de las alambradas, los campos de concentración… Mientras aquí el tema no está politizado, en España la oposición criptofranquista sigue a lo suyo. Pero bueno, los exiliados vinieron a este lado”. Entre ellos estaban sus padres, una sevillana y un murciano emigrados a Barcelona que huyeron a Francia al final de la Guerra Civil. Al llegar fueron separados y recluidos en distintos lugares. Cuando su madre supo que su marido había conseguido salir del campo de Saint-Cyprien para instalarse en Elne, se reunió con él. En 1939 una joven maestra suiza había fundado en ese pueblo una maternidad para evitar que las mujeres diesen a luz en condiciones inhumanas en los campos de refugiados de la costa. Allí nació Serge Barba en 1941, el mismo año en que la Comisión Depuradora del Ministerio de Educación franquista despojaba póstumamente a Antonio Machado de todos sus derechos como funcionario.

A siete kilómetros al norte de Collioure, los jubilados pasean por el puerto de Argelès. En el pueblo hay un centro memorial y un cementerio de los Españoles en la avenida de la Retirada. Ya en la playa, un monolito recuerda que hace 80 años improvisaron sobre la arena un campo de concentración por el que pasaron 100.000 personas. “Su desgracia:”, se lee en la inscripción, “haber luchado para defender la democracia y la República contra el fascismo en España de 1936 a 1939”. Y termina: “Hombre libre, recuérdalo”.