FULGENCIO MARTÍNEZ Este año se ha cumplido
el 75 aniversario de la muerte del poeta y otro tanto del fin de la Guerra Civil del
36-39. El 22 de febrero de 1939 moría en Collioure (Francia) el poeta Antonio
Machado. En una de sus últimas prosas, escrita en Valencia durante la guerra,
reflexionó sobre el papel de los poetas y los intelectuales. Escribiendo bajo
unas circunstancias dramáticas, mientras sufre la ciudad valenciana el
bombardeo del Ejército franquista, produce un texto que luego se recogió en la
segunda parte de su libro Juan de Mairena, una de las cumbres de la prosa y de
la filosofía española.
«Occidente parece cada día más desorientado. Cada día, en
verdad, sabemos menos por donde va a salir el sol». «Escribo a la luz de una
vela, en plena alarma, y son estas mismas aborrecibles bombas que están cayendo
sobre nuestros techos, las que me inspiran estas reflexiones». En esos términos
se expresa Machado mientras desgrana las actitudes del poeta y la del filósofo
abstracto ante la situación de guerra, a la vez que asienta su fe poética y
humana en el amor y en los valores sociales. El filósofo está tentado a pensar
que la guerra «perturba el ritmo de sus meditaciones», pero si ella le coge
«desprevenido de categorías para pensarla, esto quiere decir mucho en contra»
de las meditaciones del filósofo y del deber de «revisarlas y de arrojar no
pocas al cesto de los papeles inservibles».
En estos pensamientos se hacen patentes los sentimientos que le
embargan a Machado: la proximidad de la muerte, la angustia existencial y su
descontento radical como ser humano. Pero es, precisamente, ese descontento «a
única base de nuestra ética» como seres finitos, relativos y necesitados de
otro ser.
«Si me pedís una piedra fundamental para nuestro edificio, ahí
la tenéis». Pero piedra, más bien, para el edificio de una creencia
comunitaria, fraterna. Antes o por encima de la metafísica y el concepto
racional, es ese descontento radical lo que ha de mover a un acuerdo en los
valores vivos, que presida el diálogo posible de dos conciencias radicalmente
distintas y complementarias.
Para desmontar el fracaso existencial del amor, Machado evoca la
lapidaria sentencia de Negrín: «Las más de las veces al vencedor lo hace el
vencido». Frente a los que justifican el egoísmo en base a la imposibilidad de
amor entre uno y otro, y entre los otros y los unos, Machado afirma el
propósito de ´superar´ el encantamiento que hace disminuir en el alma las alas
que nos trascienden horizontalmente hacia los otros, más allá de los valores
individuales, egoístas.
Su mensaje está hoy más vivo que nunca: Para mejorar la sociedad
es preciso apostar por una cultura de valores comunes, solidarios. Si la
cultura no educa en nosotros esos valores, nuestras convicciones últimas no
serán removidas. El pensamiento de Machado, al igual que su corazón, le
llevaban a la ética del respeto y el amor a la humanidad real, al pueblo. Y, en
concreto, el pueblo español. Este tiene un fondo de valores arraigados que no
son despreciables si se convierten en solidaridad y no ceden a la tentación del
egoísmo. Cree Machado en un Dios de la filantropía, aun no realizado del todo,
pero cuya existencia necesariamente se haría real mediante la realización
futura de la esencia humana. Alguien podría decir que ese Dios de Machado es
una creencia idealista, pero las creencias conforman valores y un fondo
constante de elecciones y experiencias. Por cierto que la «ingente experiencia
del Cristo todavía en curso», dice Machado, es «precisamente en Roma» donde no
se la ve nunca.
A ver si, ahora, decimos nosotros, con el nuevo papa la Iglesia se orienta otra
vez hacia Cristo. Pues la
Iglesia no ha de quedarse fuera de ese nuevo ímpetu que se
necesita para los tiempos presentes. Reafirmar los valores de la compasión, en
el sentido profundo de la palabra, y la solidaridad; valores que derivan de la
creencia en la pertenencia a una misma humanidad. Machado nos recuerda que una
verdadera educación en los valores fraternos cambiaría el fondo metafísico
humano y nuestras percepciones e ideas. Ello requiere un ascesis, casi el
heroísmo del fuerte que sabe hacerse más fuerte cuanto más «esgrime el látigo contra
sí mismo», y más aún cuando siente como suyos los yerros ajenos.
Machado culmina su reflexión metafísica en estas líneas muy
profundas de consideración hacia el prójimo, hacia el otro: «Nuestros yerros
esenciales son hondos, y es en nosotros mismos donde los descubrimos. Si
acusamos de ellos a nuestro prójimo... estableceremos con él una falsísima
relación, desorientadora y descaminante... Cometemos dos faltas imperdonables:
la antisocrática, no acompañando a nuestro prójimo para ayudarle a bien parir
sus propias nociones, la otra, mucho más grave, anticristiana», es decir, la
profunda ironía de Cristo hacia los lapidadores: quien esté libre de pecado que
tire la primera piedra».
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