Antonio Machado

Antonio Machado

domingo, 6 de septiembre de 2020


 


Combatir la ignorancia.

 

 

Antonio Machado no solo quería que sus alumnos leyeran libros, sino que aprendieran del cielo y sus estrellas, del mar y sus estelas, del campo y sus filósofos “Siempre que trato con hombres del campo pienso en lo mucho que ellos saben y nosotros ignoramos, y en lo poco que a ellos importa conocer cuánto nosotros sabemos”, escribió el poeta. Siempre vengativo y cruel, el franquismo expulsó en 1941 a Antonio Machado del cuerpo de catedráticos de instituto. Lo expulsó post mortem porque Machado había fallecido dos años atrás en la localidad meridional francesa de Collioure, huyendo, precisamente, del último empujón triunfal de las tropas franquistas. Machado fue un inmenso poeta, uno de los más grandes del siglo XX español, y, a la par, un maestro de profesión con una clarísima idea de lo que esto significa. Impartió clases de francés en institutos de Soria, Baeza, Segovia y Madrid con la voluntad expresa de despertar la curiosidad de sus alumnos por las cosas de este mundo, el natural y el cultural, y de estimular su espíritu independiente y crítico. Era un hombre bueno, desaliñado indumentariamente y gran fumador. Sus estudiantes le apodaban cariñosamente Manchado por la ceniza de los cigarrillos que le caía sobre la chaqueta. Discípulo de la Institución Libre de Enseñanza, Machado teorizó también sobre la pedagogía a través de su heterónimo Juan de Mairena. Si la poesía de Machado tiene sus raíces en la sabiduría popular andaluza y castellana, su visión de la enseñanza empieza por este viejo dicho de maestro que repetía a sus alumnos y recogió en su libro Proverbios y cantares: “Despacito y buena letra: / El hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas”. Esa visión continúa con el consejo de no despreciar algo tan solo porque se ignora. Y puede concluir con aquello tan conocido de que se hace camino al andar, y su corolario: los que siempre dicen estar de vuelta es que nunca han ido a ninguna parte. Nació en Sevilla en 1875, en una de las viviendas de alquiler del palacio de las Dueñas. Su padre, Antonio Machado Álvarez, conocido como Demófilo, era abogado, periodista e investigador del folclore. Su abuelo paterno, Antonio Machado Núñez, médico, catedrático y entusiasta de la Institución Libre de Enseñanza. La Institución Libre de Enseñanza fue un proyecto pedagógico que, entre 1876 y 1936, promovió la regeneración moral, intelectual y social de España. Desarrollaba su labor educativa al margen del Estado y de cualquier dogma político y religioso, y sostenía que, además de instruirles, había que educar el carácter de los alumnos. Para ello introducía en España lo último en materia científica, promovía el deporte y las excursiones a los museos y al campo, prefería la evaluación continua al examen final y, en vez del castigo, estimulaba la participación del estudiante en los trabajos en las aulas. En 1883, Antonio Machado Núñez, el abuelo del poeta, ganó la oposición a una cátedra en la Universidad de Madrid, y allí se trasladó la familia al completo. El objetivo era que los niños pudieran estudiar en el primer centro abierto por la Institución Libre de Enseñanza. Así lo hizo Antonio Machado, teniendo como uno de sus profesores al rondeño Francisco Giner de los Ríos, alma de la Institución. A la muerte de Giner, en 1915, diría de él en un poema: “Allí el maestro un día / soñaba un nuevo florecer de España”. Machado seguiría soñándolo hasta su muerte. Machado siempre estuvo comprometido con el ideario de la Institución: combatir la ignorancia. En 1906 pasó de la teoría a la práctica, y, por consejo de Giner, preparó oposiciones a profesor de francés en Institutos de Segunda Enseñanza. Obtuvo su primera plaza el año siguiente, en Soria, entonces la capital de provincia más pequeña de España. Pasó allí un lustro, en el que aprendió a amar lo que llamó “lo esencial castellano”, y en el que se enamoró de la aún adolescente Leonor Izquierdo, con la que se casaría en 1909. Ella tenía 15 años y él 34. Tras la muerte por tuberculosis de Leonor en 1912, el desconsolado Machado solicitó el traslado a otra provincia y consiguió un puesto de profesor de gramática francesa en un instituto de Baeza. Pasó en la Salamanca andaluza siete años, durante los cuales entabló amistad con un joven poeta granadino llamado Federico García Lorca y estudió por libre filosofía y letras. En 1919 consiguió el traslado al instituto de Segovia que deseaba por la proximidad de esta ciudad con Madrid. Siempre corto de dinero, vivía en una humilde pensión, pero compensaba esta y otras estrecheces materiales con viajes a la capital de España, de cuya vida literaria y cultural se convirtió en un ilustre miembro. Tanto que en 1927 le eligieron para un sillón de la Real Academia Española, del que jamás llegó a tomar posesión. Explicaría su actitud en una carta a Miguel de Unamuno: “Es un honor al cual no aspiré nunca; casi me atreveré a decir que aspiré a no tenerlo nunca. Pero Dios da pañuelo a quien no tiene narices...”. República de los maestros. En la obra literaria de Machado siempre estuvo muy presente su visión de la enseñanza. En un poema de 1903, conocido popularmente como Recuerdo infantil, ya había expresado su rechazo del estéril y aburrido modelo tradicional de enseñanza, con sus rutinas de disciplina y memorización: “Una tarde parda y fría / de invierno. Los colegiales / estudian. Monotonía / de lluvia tras los cristales”. Pero fue a través de su heterónimo Juan de Mairena donde, en 1936, daría a conocer sus reflexiones filosóficas sobre la enseñanza y la vida. Editado por Espasa-Calpe, el libro en prosa Juan de Mairena (sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo) reunía un conjunto de ensayos publicados por Machado en los diarios capitalinos Madrid Ilustrado y El Sol. Estos textos tienen en común el diálogo entre un imaginario profesor y sus alumnos sobre la política, el arte, la literatura, la educación y otros asuntos, un diálogo que igual emplea la máxima gravedad que el humor más desternillante. Por ejemplo, para reivindicar una escritura clara como el agua de la sierra, Juan de Mairena le dice a un discípulo: “Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: “Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa.” / El alumno escribe lo que se le dicta. / —Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético. / El alumno, después de meditar, escribe: “Lo que pasa en la calle”. / Mairena —No está mal”. Machado no solo respetaba a los niños y adolescentes, sino que pensaba que el maestro —y el sabio en general— jamás debían de traicionar al niño que él mismo había sido. En otro texto de Juan de Mairena, lo expresa así: “¿Cómo puede un maestro, o, si queréis, un pedagogo, enseñar, educar, conducir al niño sin hacerse algo niño a su vez y sin acabar profesando un saber algo infantilizado? Porque es el niño quien, en parte, hace al maestro (…). El niño nos revela que casi todo lo que él no puede comprender apenas si merece ser enseñado, y, sobre todo, que si no acertamos a enseñarlo es porque nosotros no lo sabemos bien todavía”. Heredero de cierta milenaria sabiduría grecorromana, la de Heráclito, Epicuro y Zenón, la de Séneca y Lucrecio, Machado quería que sus alumnos leyeran libros y también aprendieran del cielo y sus estrellas, del mar y sus estelas, del campo y sus filósofos. En un artículo sintetizaba así las ideas de Manuel Bartolomé Cossío, otro de sus profesores en la Institución Libre de Enseñanza, acerca de la necesidad de enviar a los mejores enseñantes a las escuelas rurales: “Pero no basta con enviar maestros; es preciso también enviar investigadores del alma campesina, hombres que vayan no solo a enseñar sino a aprender”. Y en otra ocasión, el poeta, que no confundía valor y precio, escribió esta frase concluyente: “Siempre que trato con hombres del campo pienso en lo mucho que ellos saben y nosotros ignoramos, y en lo poco que a ellos importa conocer cuánto nosotros sabemos”. El día de la proclamación de la Segunda República, el 14 de abril de 1931, estaba en Segovia. Hombre de ideas liberales en el buen viejo sentido de la palabra, el prostituido por el derechismo contemporáneo, Machado fue requerido para ser uno de los que izaran la nueva bandera española en el balcón del ayuntamiento. Lo hizo con un gozo que recordaría con estas palabras: “¡Aquellas horas, Dios mío, tejidas todas ellas con el más puro lino de la esperanza, cuando unos pocos viejos republicanos izamos la bandera tricolor en el Ayuntamiento de Segovia! (...) Con las primeras hojas de los chopos y las últimas flores de los almendros, la primavera traía a nuestra república de la mano”. En el otoño de ese mismo año, la República le concedió a Machado el que quizá fuera su mayor deseo profesional: una cátedra de francés en Madrid, en el Instituto Calderón de la Barca. Y en el lustro siguiente, él fue absolutamente leal a aquel joven régimen que sería conocido como la República de los Maestros por su voluntad de impulsar la regeneración de España a través de la construcción de escuelas y las Misiones Pedagógicas. Pero, como su matrimonio con Leonor, ese periodo luminoso no duró mucho. “En España, de cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa”, había sentenciado Machado en sus Proverbios y cantares. El 18 de julio de 1936, las testas de los militares más cerriles y sus compinches eclesiásticos y civiles embistieron con fiereza a la joven República. Lo casi milagrosos, lo heroico, fue que la resistencia popular en Madrid, Barcelona y muchos otros lugares consiguiera que no triunfaran de inmediato. Pero, a lo largo del verano y el comienzo del otoño, los facciosos fueron aproximándose con codicia a Madrid, hasta llegar a cercarla en noviembre. De aquella ciudad hambrienta, bombardeada y resistente, la del ¡No pasarán!, escribiría Machado: “¡Madrid, Madrid; qué bien tu nombre suena, / rompeolas de todas las Españas! / La tierra se desgarra, el cielo truena, / tú sonríes con plomo en las entrañas”. La brutalidad de la España negra El poeta y maestro se resistió todo lo que pudo a dejar la capital, pero al final tuvo que hacerlo. Se refugió primero en Valencia, luego en Barcelona. Y el 22 de enero de 1939, emprendió el que sería su último viaje, hasta la hermosa localidad francesa de Collioure, donde él y su madre se albergaron en el hotel Bougnol-Quintana. Allí murió Antonio Machado un mes después, el 22 de febrero. Su madre, de 85 años, le siguió dos días después. El cantautor Joan Manuel Serrat lo rescataría para la cultura popular española en 1969, con su álbum Dedicado a Antonio Machado: “Golpe a golpe, verso a verso... / Murió el poeta lejos del hogar. / Le cubre el polvo de un país vecino. / Al alejarse le vieron llorar. / Caminante no hay camino, / se hace camino al andar...” Aún vivía y gobernaba dictatorialmente el general Franco, pero, con aquel homenaje al poeta y profesor tan tristemente muerto en el exilio, Serrat anunciaba que la luz terminaría regresando a “ese lugar donde los bosques se visten de espinos”. Y regresó. En 1981, ya muerto Franco, Antonio Machado fue rehabilitado oficialmente como catedrático del Instituto Cervantes de Madrid, el último puesto docente de su vida. Está bien, sin embargo, que Machado siga enterrado en Collioure. Para que no olvidemos jamás lo brutal que puede ser la España negra con compatriotas tan preclaros como él y García Lorca. Y, además, su tumba en Collioure es hermosa, siempre está fresca de ramilletes de flores, banderas republicanas y mensajes escritos. Ante ella me recogí un día del verano de 2018 y me pregunté qué diría el maestro de la España de hoy. Concluí que probablemente repetiría lo que escribió una vez: “Creo más útil la verdad que condena el presente, que la prudencia que salva lo actual a costa siempre de lo venidero”.