Combatir la ignorancia.
Antonio Machado no solo quería que
sus alumnos leyeran libros, sino que aprendieran del cielo y sus estrellas, del
mar y sus estelas, del campo y sus filósofos “Siempre que trato con hombres del
campo pienso en lo mucho que ellos saben y nosotros ignoramos, y en lo poco que
a ellos importa conocer cuánto nosotros sabemos”, escribió el poeta. Siempre
vengativo y cruel, el franquismo expulsó en 1941 a Antonio Machado del
cuerpo de catedráticos de instituto. Lo expulsó post mortem porque Machado
había fallecido dos años atrás en la localidad meridional francesa de Collioure,
huyendo, precisamente, del último empujón triunfal de las tropas franquistas.
Machado fue un inmenso poeta, uno de los más grandes del siglo XX español, y, a
la par, un maestro de profesión con una clarísima idea de lo que esto
significa. Impartió clases de francés en institutos de Soria, Baeza, Segovia y
Madrid con la voluntad expresa de despertar la curiosidad de sus alumnos por
las cosas de este mundo, el natural y el cultural, y de estimular su espíritu
independiente y crítico. Era un hombre bueno, desaliñado indumentariamente y
gran fumador. Sus estudiantes le apodaban cariñosamente Manchado por la ceniza
de los cigarrillos que le caía sobre la chaqueta. Discípulo de la Institución
Libre de Enseñanza, Machado teorizó también sobre la pedagogía a través de su
heterónimo Juan de Mairena. Si la poesía de Machado tiene sus raíces en la
sabiduría popular andaluza y castellana, su visión de la enseñanza empieza por este
viejo dicho de maestro que repetía a sus alumnos y recogió en su libro
Proverbios y cantares: “Despacito y buena letra: / El hacer las cosas bien /
importa más que el hacerlas”. Esa visión continúa con el consejo de no
despreciar algo tan solo porque se ignora. Y puede concluir con aquello tan
conocido de que se hace camino al andar, y su corolario: los que siempre dicen
estar de vuelta es que nunca han ido a ninguna parte. Nació en Sevilla en 1875,
en una de las viviendas de alquiler del palacio de las Dueñas. Su padre,
Antonio Machado Álvarez, conocido como Demófilo, era abogado, periodista e
investigador del folclore. Su abuelo paterno, Antonio Machado Núñez, médico,
catedrático y entusiasta de la Institución Libre de Enseñanza. La Institución
Libre de Enseñanza fue un proyecto pedagógico que, entre 1876 y 1936, promovió
la regeneración moral, intelectual y social de España. Desarrollaba su labor
educativa al margen del Estado y de cualquier dogma político y religioso, y
sostenía que, además de instruirles, había que educar el carácter de los
alumnos. Para ello introducía en España lo último en materia científica,
promovía el deporte y las excursiones a los museos y al campo, prefería la
evaluación continua al examen final y, en vez del castigo, estimulaba la
participación del estudiante en los trabajos en las aulas. En 1883, Antonio
Machado Núñez, el abuelo del poeta, ganó la oposición a una cátedra en la
Universidad de Madrid, y allí se trasladó la familia al completo. El objetivo
era que los niños pudieran estudiar en el primer centro abierto por la
Institución Libre de Enseñanza. Así lo hizo Antonio Machado, teniendo como uno
de sus profesores al rondeño Francisco Giner de los Ríos, alma de la
Institución. A la muerte de Giner, en 1915, diría de él en un poema: “Allí el
maestro un día / soñaba un nuevo florecer de España”. Machado seguiría
soñándolo hasta su muerte. Machado siempre estuvo comprometido con el ideario
de la Institución: combatir la ignorancia. En 1906 pasó de la teoría a la
práctica, y, por consejo de Giner, preparó oposiciones a profesor de francés en
Institutos de Segunda Enseñanza. Obtuvo su primera plaza el año siguiente, en
Soria, entonces la capital de provincia más pequeña de España. Pasó allí un
lustro, en el que aprendió a amar lo que llamó “lo esencial castellano”, y en
el que se enamoró de la aún adolescente Leonor Izquierdo, con la que se casaría
en 1909. Ella tenía 15 años y él 34. Tras la muerte por tuberculosis de Leonor
en 1912, el desconsolado Machado solicitó el traslado a otra provincia y
consiguió un puesto de profesor de gramática francesa en un instituto de Baeza.
Pasó en la Salamanca andaluza siete años, durante los cuales entabló amistad
con un joven poeta granadino llamado Federico García Lorca y estudió por libre
filosofía y letras. En 1919 consiguió el traslado al instituto de Segovia que
deseaba por la proximidad de esta ciudad con Madrid. Siempre corto de dinero,
vivía en una humilde pensión, pero compensaba esta y otras estrecheces
materiales con viajes a la capital de España, de cuya vida literaria y cultural
se convirtió en un ilustre miembro. Tanto que en 1927 le eligieron para un
sillón de la Real Academia Española, del que jamás llegó a tomar posesión.
Explicaría su actitud en una carta a Miguel de Unamuno: “Es un honor al cual no
aspiré nunca; casi me atreveré a decir que aspiré a no tenerlo nunca. Pero Dios
da pañuelo a quien no tiene narices...”. República de los maestros. En la obra
literaria de Machado siempre estuvo muy presente su visión de la enseñanza. En
un poema de 1903, conocido popularmente como Recuerdo infantil, ya había
expresado su rechazo del estéril y aburrido modelo tradicional de enseñanza,
con sus rutinas de disciplina y memorización: “Una tarde parda y fría / de
invierno. Los colegiales / estudian. Monotonía / de lluvia tras los cristales”.
Pero fue a través de su heterónimo Juan de Mairena donde, en 1936, daría a
conocer sus reflexiones filosóficas sobre la enseñanza y la vida. Editado por
Espasa-Calpe, el libro en prosa Juan de Mairena (sentencias, donaires, apuntes
y recuerdos de un profesor apócrifo) reunía un conjunto de ensayos publicados
por Machado en los diarios capitalinos Madrid Ilustrado y El Sol. Estos textos
tienen en común el diálogo entre un imaginario profesor y sus alumnos sobre la
política, el arte, la literatura, la educación y otros asuntos, un diálogo que
igual emplea la máxima gravedad que el humor más desternillante. Por ejemplo,
para reivindicar una escritura clara como el agua de la sierra, Juan de Mairena
le dice a un discípulo: “Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: “Los
eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa.” / El alumno escribe lo que
se le dicta. / —Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético. / El alumno,
después de meditar, escribe: “Lo que pasa en la calle”. / Mairena —No está
mal”. Machado no solo respetaba a los niños y adolescentes, sino que pensaba
que el maestro —y el sabio en general— jamás debían de traicionar al niño que
él mismo había sido. En otro texto de Juan de Mairena, lo expresa así: “¿Cómo
puede un maestro, o, si queréis, un pedagogo, enseñar, educar, conducir al niño
sin hacerse algo niño a su vez y sin acabar profesando un saber algo
infantilizado? Porque es el niño quien, en parte, hace al maestro (…). El niño
nos revela que casi todo lo que él no puede comprender apenas si merece ser
enseñado, y, sobre todo, que si no acertamos a enseñarlo es porque nosotros no
lo sabemos bien todavía”. Heredero de cierta milenaria sabiduría grecorromana,
la de Heráclito, Epicuro y Zenón, la de Séneca y Lucrecio, Machado quería que
sus alumnos leyeran libros y también aprendieran del cielo y sus estrellas, del
mar y sus estelas, del campo y sus filósofos. En un artículo sintetizaba así
las ideas de Manuel Bartolomé Cossío, otro de sus profesores en la Institución
Libre de Enseñanza, acerca de la necesidad de enviar a los mejores enseñantes a
las escuelas rurales: “Pero no basta con enviar maestros; es preciso también
enviar investigadores del alma campesina, hombres que vayan no solo a enseñar
sino a aprender”. Y en otra ocasión, el poeta, que no confundía valor y precio,
escribió esta frase concluyente: “Siempre que trato con hombres del campo
pienso en lo mucho que ellos saben y nosotros ignoramos, y en lo poco que a
ellos importa conocer cuánto nosotros sabemos”. El día de la proclamación de la
Segunda República, el 14 de abril de 1931, estaba en Segovia. Hombre de ideas
liberales en el buen viejo sentido de la palabra, el prostituido por el
derechismo contemporáneo, Machado fue requerido para ser uno de los que izaran
la nueva bandera española en el balcón del ayuntamiento. Lo hizo con un gozo
que recordaría con estas palabras: “¡Aquellas horas, Dios mío, tejidas todas
ellas con el más puro lino de la esperanza, cuando unos pocos viejos republicanos
izamos la bandera tricolor en el Ayuntamiento de Segovia! (...) Con las
primeras hojas de los chopos y las últimas flores de los almendros, la
primavera traía a nuestra república de la mano”. En el otoño de ese mismo año,
la República le concedió a Machado el que quizá fuera su mayor deseo
profesional: una cátedra de francés en Madrid, en el Instituto Calderón de la
Barca. Y en el lustro siguiente, él fue absolutamente leal a aquel joven
régimen que sería conocido como la República de los Maestros por su voluntad de
impulsar la regeneración de España a través de la construcción de escuelas y
las Misiones Pedagógicas. Pero, como su matrimonio con Leonor, ese periodo
luminoso no duró mucho. “En España, de cada diez cabezas, nueve embisten y una
piensa”, había sentenciado Machado en sus Proverbios y cantares. El 18 de julio
de 1936, las testas de los militares más cerriles y sus compinches
eclesiásticos y civiles embistieron con fiereza a la joven República. Lo casi
milagrosos, lo heroico, fue que la resistencia popular en Madrid, Barcelona y
muchos otros lugares consiguiera que no triunfaran de inmediato. Pero, a lo
largo del verano y el comienzo del otoño, los facciosos fueron aproximándose
con codicia a Madrid, hasta llegar a cercarla en noviembre. De aquella ciudad
hambrienta, bombardeada y resistente, la del ¡No pasarán!, escribiría Machado:
“¡Madrid, Madrid; qué bien tu nombre suena, / rompeolas de todas las Españas! /
La tierra se desgarra, el cielo truena, / tú sonríes con plomo en las entrañas”.
La brutalidad de la España negra El poeta y maestro se resistió todo lo que
pudo a dejar la capital, pero al final tuvo que hacerlo. Se refugió primero en
Valencia, luego en Barcelona. Y el 22 de enero de 1939, emprendió el que sería
su último viaje, hasta la hermosa localidad francesa de Collioure, donde él y
su madre se albergaron en el hotel Bougnol-Quintana. Allí murió Antonio Machado
un mes después, el 22 de febrero. Su madre, de 85 años, le siguió dos días
después. El cantautor Joan Manuel Serrat lo rescataría para la cultura popular
española en 1969, con su álbum Dedicado a Antonio Machado: “Golpe a golpe,
verso a verso... / Murió el poeta lejos del hogar. / Le cubre el polvo de un
país vecino. / Al alejarse le vieron llorar. / Caminante no hay camino, / se
hace camino al andar...” Aún vivía y gobernaba dictatorialmente el general
Franco, pero, con aquel homenaje al poeta y profesor tan tristemente muerto en
el exilio, Serrat anunciaba que la luz terminaría regresando a “ese lugar donde
los bosques se visten de espinos”. Y regresó. En 1981, ya muerto Franco,
Antonio Machado fue rehabilitado oficialmente como catedrático del Instituto
Cervantes de Madrid, el último puesto docente de su vida. Está bien, sin
embargo, que Machado siga enterrado en Collioure. Para que no olvidemos jamás
lo brutal que puede ser la España negra con compatriotas tan preclaros como él
y García Lorca. Y, además, su tumba en Collioure es hermosa, siempre está
fresca de ramilletes de flores, banderas republicanas y mensajes escritos. Ante
ella me recogí un día del verano de 2018 y me pregunté qué diría el maestro de
la España de hoy. Concluí que probablemente repetiría lo que escribió una vez:
“Creo más útil la verdad que condena el presente, que la prudencia que salva lo
actual a costa siempre de lo venidero”.