Antonio Machado

Antonio Machado

sábado, 7 de junio de 2008

OTRO POETA DE IZQUIERDAS

Las otras soledades de Antonio Machado (Discurso de ingreso en la Real Academia Española, leído el 23 de marzo de 1997) Ángel González (Del cuál tengo dos de sus libros más importantes sobre A.M. comprados en el Círculo de BB.AA. de Madrid) Señores académicos:Como es bien sabido, Antonio Machado, académico electo desde 1927, comenzó a escribir un proyectado discurso de ingreso en la Academia Española hacia 1929, e interrumpió su redacción definitivamente en 1931 por razones que se desconocen, aunque yo creo que pueden deducirse del preámbulo de ese proyecto.En este texto inacabado (1.777)*, las primeras palabras de Machado son para expresar la «muy alta idea» que tiene de la Academia, y para confesar que se siente demasiado honrado por la elección: un honor en su caso desmedido y perturbador. Tras esas declaraciones, pasa el poeta a hacer algunas consideraciones un tanto inesperadas y ambiguas acerca de su aspiración a vivir de realidades que no estén en pugna —dice textualmente— «con la norma ideal que habíamos sacado de nuestra experiencia». ¿Insinúa Machado que la condición de académico podría ser una de esas realidades que pugnan con su norma ideal? Como aclara enseguida, el ingreso en la Academia le plantea efectivamente un conflicto entre la realidad y el ideal, pero son las deficiencias de su propia realidad, y en ningún caso las atribuibles a la Academia, las que establecen ese desajuste: Antonio Machado no cree tener «las dotes específicas del académico». Y para acreditar su falta de cualidades presenta un desastroso historial de deméritos que justificaría, no ya la revocación de su nombramiento académico, sino la expulsión del instituto de segunda enseñanza donde daba clases. Él no es humanista, ni filólogo, ni erudito; sus letras son pobres; ha olvidado casi todo lo que ha leído; las bellas letras nunca le apasionaron, etc. Es evidente que Machado no está diciendo la verdad: el desarrollo posterior de su discurso, tan rico en erudición e ideas originales, lo desmiente.«No se achique usted tanto, señor Rodríguez. Agrada la modestia, pero no el propio menosprecio» (1.916), dice Juan de Mairena a uno de sus más aventajados discípulos, que había comenzado en semejantes términos un ejercicio de retórica. Yo sospecho que Mairena se estaba riendo del académico electo, que se autodenigra de modo tan inmisericorde como injusto, aunque, en mi opinión, con una intención benemérita: disimular, para no ofender a la institución que le había abierto las puertas, su falta de simpatía por lo académico, que en otras ocasiones no tuvo empacho en declarar. «Pasé por el Instituto y la Universidad —escribe en 1913 a Juan Ramón Jiménez—, pero de estos centros no tengo huella alguna, como no sea mi aversión a todo lo académico» (1.521).Más o menos repite ese juicio en carta a Ortega (1.514), en la que incurre en otras imprudencias: además de decirle que la vida —«la calle, el café, el teatro, la taberna»— es «algo muy superior a la universidad», comete el doble error de llamarlo «maestro», y de elogiar la obra de «el gran Menéndez Pelayo». Con nada de eso está de acuerdo Ortega, que —abriendo un largo capítulo de desavenencias con el poeta, del que daré noticia más detallada— le expresa su disgusto a vuelta de correo: el desdén por la universidad puede implicar desdén a su persona, la palabra «maestro» connota vejez, y de Menéndez y Pelayo no es partidario. Desde entonces Machado llamará a Ortega «joven maestro» y rebajará su entusiasmo por don Marcelino, pero reafirmará, siempre que a mano venga, su aversión por la universidad. «El árbol de la cultura —insiste tercamente Mairena— no tiene más savia que nuestra propia sangre, y sus raíces no habéis de hallarlas sino por azar en las aulas de nuestras escuelas, Academias, Universidades, etc.» (2.098).Esta digresión inicial viene a cuento porque de Machado voy a hablar después, y también porque me da pie para decir en nombre propio algo acerca de la Academia. El desdén por la Academia fue —ya no parece serlo— muy común entre los jóvenes, que veían en ella la representación de lo obsoleto y muerto; actitud contrapuesta a la de aquellos que, generalmente al acercarse a la senectud —aunque haya habido casos de notable precocidad—, aspiran a sentar plaza de académico para ganar la consideración social que sus propios méritos no les deparan.Ninguna de esas actitudes es, o fue, la mía. Yo nunca me sentí tan joven como para mancillar con líquido amarillento los muros exteriores de este edificio, como se cuenta que hicieron ciertos jóvenes poetas que cuando dejaron de ser jóvenes ocuparon lugares muy destacados dentro de él, ni tan viejo como para cifrar mis ambiciones en el tratamiento de excelentísimo señor.Para mí la Academia representó siempre lo que yo creo que en verdad es: una institución imprescindible que se ocupa con seriedad y competencia de algo que nunca dejó de apasionarme: la palabra.Buscar o encontrar palabras, seleccionarlas, sopesarlas, medirlas: tal es la tarea que le da especificidad al trabajo del poeta; en esencia, la poesía es eso: palabra elegida. De ahí mi vieja e incurable adicción a los diccionarios.Ya sé que la poesía no se hace a partir de los diccionarios; pero, así como Miguel Ángel pensaba que un bloque de mármol contiene todas las formas que el artista puede concebir, yo también creo que todos los textos que un poeta puede imaginar están implícitos en esos gruesos y sustanciosos volúmenes, a los que algunos dan justamente el nombre de «tesoros».Formar parte de la Real Academia Española es en mi concepto un honor, y como tal acepto y agradezco la invitación a entrar en ella. Pero, al margen del honor, ingresar en esta Academia supone para mí el privilegio y la alegría de penetrar en el recinto del tesoro.Porque agradezco más las alegrías que los honores, reitero mi sincera gratitud a quienes presentaron mi candidatura, a los que la apoyaron con su voto y a todos los que hoy me aceptan como uno de los suyos.El honor conlleva una grave responsabilidad. Vengo a suplir en esta casa la ausencia de una personalidad insustituible. Julio Caro Baroja, etnólogo, antropólogo, folclorista, historiador, erudito, fue, entre otras cosas y quizá ante todo, un hombre de ciencia, de muchas ciencias y disciplinas cuyo dominio le permitió acercarse con rigor, desde distintos puntos de vista, a un único tema con múltiples variaciones en el que centró su insaciable curiosidad: el hombre en su dimensión moral y social, observado no como una abstracción o un género, sino contemplado en su realidad concreta e histórica, tal como fue y aproximadamente sigue siendo.El motivo de su trabajo, o su peculiar manera de tratarlo, sin apartar nunca los ojos de las realidades que definen nuestra íntima y misteriosa condición humana, hace que sus escritos, de inestimable valor para los investigadores en los campos que él cultivó con tanto talento como originalidad, resulten finalmente, toda ciencia trascendiendo, de apasionante interés para aquellos que, legos en las materias en las que fue maestro, nos enfrentamos con triste desamparo a la sentencia délfica que instiga al hombre a conocerse a sí mismo.Para cumplir esa difícil y a veces penosa tarea es preciso el esfuerzo de recordar, de rescatar del olvido lo que seres semejantes a nosotros hicieron, soñaron o creyeron. Porque yo soy, en gran medida, lo que los otros hicieron de mí: el resultado de aquellos actos, sueños y creencias.Recoger los fragmentos olvidados —es decir, ignorados— de nosotros mismos y reponerlos en la memoria activa de nuestro ser: ése es el trabajo que Julio Caro Baroja se tomó por y para nosotros. Trabajo de historiador que él ejerció con modales de gran memorialista, dedicado a anotar minuciosamente ciertos detalles del devenir humano que los historiadores suelen pasar por alto. Sus escritos no registran las grandes gestas de los hombres excepcionales, tan ajenos por ello a nosotros, sino el humilde acontecer del ser humano más frecuente: la peripecia gozosa y dolorosa del hombre que ríe, y trabaja, y canta, y teme, y sueña mitos y funda ritos para conjurar sus temores y perpetuar sus esperanzas. Ése es el aspecto de su obra que a mí me resulta más gratificante y aleccionador.Sometido a la imperiosa exigencia de la brevedad, sólo puedo apuntar una mínima parte de todo lo que me sugiere una persona tan rica en cualidades como fue Julio Caro Baroja.Tuvo fama de pesimista: no le faltaron motivos para serlo. Pero quien lo lea con un poco de atención advertirá que su pensamiento está regido por una última fe en el sentido progresivo de la historia, y que en el fondo de su sentimiento hay al menos tanta alegría y buen humor como decepción y tristeza. Su tan traído y llevado escepticismo es el resultado de su horror a cualquier manifestación de dogmatismo. Él mismo habló de su prestigio de hombre frío y poco sensible, pero cultivó una rara y muy meritoria forma de solidaridad: esforzarse por entender a los otros sin recurrir en la osadía de juzgarlos. Todo su trabajo está movido por un piadoso afán de salvación. La tolerancia fue su manera de compadecer o de sufrir con y junto a los demás las debilidades y los errores propios de la condición humana. Por sus múltiples talentos —hombre de ciencia, pintor, escritor— mereció ser llamado «vasco del Renacimiento». Su entrega al cultivo y conocimiento de las letras humanas le hace acreedor del título de humanista. Vivió con admirable independencia y dignidad un tiempo difícil, superando la dificultad añadida de que no fue un tiempo difícil para todos, como suele pensarse —para muchos resultó extraordinariamente fácil—, sino sólo para él y para quienes, como él, siguieron creyendo que la libertad no es una prerrogativa del ser humano, sino uno de sus atributos irrenunciables. De esa vivencia amarga sacó una conclusión que siempre, y especialmente ahora, es oportuno recordar: «La gente de mi edad —escribió en su hermoso libro Los Baroja— no puede, no debe, olvidar. Aunque su experiencia no pueda ser transmitida, aunque los jóvenes no nos hagan caso, aunque se nos desprecie, debemos tener mientras vivamos el papel que los cristianos asignan en la historia al pueblo de Israel. Somos, o podemos ser, los testigos.»Entre lo que la gente de mi edad —concluyo yo ahora— y de las edades que se avecinan no puede ni debe olvidar está sin duda el testimonio y la figura excepcional de Julio Caro Baroja, sabio, inexcusable memorialista del tiempo de su vida y del más dilatado tiempo de la vida del hombre.Mucho me he demorado, y pido disculpas por ello, para comenzar mi discurso sobre otra figura inolvidable y ejemplar.La admiración que todavía, después de haberla frecuentado durante tantos años, profeso a la obra de Antonio Machado, fue la razón que me movió a hablar hoy de algunos aspectos de su escritura en prosa, muy importante a mi modo de ver, y menos atendida por la crítica que su poesía. En toda admiración hay un componente de sorpresa, y la sorpresa que las cosas nos producen suele desgastarse cuando prolongamos nuestro trato con ellas. No es ése, para mí, el caso de Antonio Machado, cuya relectura me revela aún —insisto: al cabo de tantos años— matices inesperados.Y ello es así en gran parte porque, en conjunto, su poesía se configura como un cuerpo huidizo, esquivo, que se resiste a ser aprehendido en su totalidad, que desprende un halo cambiante —yo diría que también creciente— de significaciones cuyo perfil último es difícil fijar.Es muy probable que Antonio Machado tuviese en mente esa cualidad de su propia obra cuando, por boca de Juan de Mairena, dice que en las formas literarias no ve «sino contornos más o menos momentáneos de una materia en perpetuo cambio» (701).El motor de ese «perpetuo cambio» es, en principio, el tiempo, la corriente infinita a la que ni la poesía —«palabra esencial»— puede sustraerse; ni la poesía, ni el sentimiento, ni, por supuesto, el pensamiento: Machado parece pensar de acuerdo con lo que Abel Martín llamaba esquema externo de una lógica temporal, según el cual «A no es nunca A en dos momentos sucesivos» (681).Pero la movilidad de su pensamiento no se debe sólo a las inevitables modificaciones impuestas por el transcurso del tiempo, sino que parece obedecer a un mecanismo casi automático que proyecta su «pensar» hacia nuevas direcciones: «Nunca estoy más cerca de pensar una cosa —anota Machado en las primeras páginas del cuaderno Los complementarios— que cuando he escrito la contraria» (1.118). En esta temprana observación, el poeta pecó de reticente; tal vez debería haber añadido que no sólo tendía a pensar en contra de lo que él mismo había escrito, sino también en contra de lo que habían escrito los demás. Él no dice eso, pero quien no tiene inconveniente en reconocerlo es Juan de Mairena, para el que «[pensar] algo en contra de lo que se le dice [...] es la única manera de pensar algo» (1.979). Seguramente por ese hábito de corregirse a sí mismo y a los otros admiraba Mairena a Bécquer, cuyo discurso, según él, estaba regido por «un principio de contradicción propiamente dicho: sí, pero no; volverán, pero no volverán» (2.094).A diferencia del de Bécquer, el discurso de Machado no parte de un «sí» para llegar a un «no»; lo que hay de afirmativo en su pensamiento es casi siempre el resultado de una previa negación, expresa o tácita, de lo que observa en su entorno. Y esa manera de pensar a la contra terminará definiendo a Machado como un disidente —o lo que es igual: como un solitario— dentro del panorama cultural y literario en el que su obra se produce.Sin embargo, la disidencia y la soledad no se explican únicamente por lo que sucede en el entorno. Hay algo inherente en Machado que lo mueve a establecer y a subrayar las diferencias con los demás: en primer lugar, su tendencia al diálogo y las formas y modos dialécticos; y luego, un temple inconformista con posos de un radicalismo atemperado, aunque no siempre, por una actitud esencialmente irónica, por un escepticismo de doble filo que llevado al extremo —mantener «una posición escéptica frente al escepticismo» (1.974)— acaba adquiriendo cualidades positivas, afirmativas: el escepticismo, dice Machado por medio, otra vez, de Juan de Mairena, «lejos de ser, como muchos creen, un afán de negarlo todo, es, por el contrario, el único medio de defender algunas cosas» (1.952).Y en efecto, bajo el escepticismo de Antonio Machado no deja nunca de percibirse una obstinada defensa de algunas «verdades» para él irrenunciables, últimas y constantes referencias que le permiten resolver con coherencia sus propias contradicciones y deciden amplias zonas de su discurso: en el plano estético, la concepción de que la poesía es «palabra en el tiempo»; y la creencia en que la lírica descansa en dos pilares imprescindibles: el sentimiento y las ideas. En un sentido más general, desbordando lo específicamente estético, también es determinante su creciente atención a lo otro y a los otros, a la realidad (término que Machado suele sustituir por la palabra «naturaleza») y al prójimo, actitud que le lleva muy pronto a salir del ensimismamiento simbolista, y que acaba imprimiendo una especial tonalidad (social, política) a su discurso. Hay en mis venas gotas de sangre jacobina, / pero mi verso brota de manantial sereno..., dice Machado en unos conocidísimos versos, que son un buen ejemplo de sus maneras irónicas y sus modales dialécticos. La serenidad está, en principio, reñida con el jacobinismo. Sin embargo, Machado aproxima tan distantes y contrapuestas nociones, y las hace compatibles en su persona y en la proyección de su persona: el verso.Puede parecer —y acaso sea ésa la primera impresión del lector— que el fluir sereno del manantial del que su verso brota diluye en el poema, hasta desvanecerlas, las gotas de sangre jacobina afirmadas en primer término. Y sin embargo, esas gotas no están disueltas, sino emulsionadas, sin menoscabo de su integridad, en el caudal de serenidad que las arrastra. El jacobinismo, aun reducido a su mínima expresión —«unas gotas»— basta para precipitar la conciencia social y solidaria que imprime a la trayectoria de sus trabajos y sus días una dirección divergente y en muchos puntos opuesta a la que siguieron sus compañeros de generación.En todos esos aspectos, el pensamiento de Machado es inequívoco, pese a que la voz que lo expone sea incierta: pues no se trata de una voz, sino del conjunto de voces que pertenecen a los varios poetas que Mairena creía que un poeta lleva dentro de sí (1.994). También Machado pensaba que «nuestro espíritu contiene elementos para la construcción de muchas personalidades, todas ellas tan ricas, coherentes y acabadas como aquella que se llama nuestro carácter» (1.355).No se me oculta que, ante ese mosaico de voces y personalidades a cuyo cargo corre la presentación de su obra, el lector de Machado puede espigar no pocos textos que desmientan la imagen del poeta y del pensador inconformista, disidente y radical que yo estoy tratando de dibujar aquí. Es posible ver en Machado un buscador de Dios, un hombre en sueños, un cantor de Castilla, un lírico elegiaco, un poeta del pueblo y muchas cosas más. Pero Machado es, deja de ser y sigue siendo todo eso como resultado de sus múltiples disidencias. Eso es lo que, apoyándome en textos suyos y ajenos, sin mediatizarlos —en la medida de lo posible— con mis personales preferencias, me propongo hacer hoy aquí: mostrar de qué manera y hasta qué punto disiente Antonio Machado, y, sobre todo, contra qué o contra quiénes disiente.Sólo en el comienzo de su carrera literaria se manifiesta Antonio Machado acorde con su tiempo. A principios de siglo, sus todavía escasas prosas, empapadas de patriotismo pesimista, en las que recuerda «el reciente desastre nacional» y se duele de la pérdida de «los preciosos restos de nuestro imperio» (1.483), definen la imagen tópica de un autor noventayochista. En cuanto a la escritura en verso, Soledades, su primer libro de poemas, responde fielmente a la estética modernista-simbolista en la que entonces militaban los más brillantes poetas jóvenes españoles (entre otros, su hermano Manuel y Juan Ramón Jiménez).Precisamente Juan Ramón Jiménez, a quien Machado admiró incondicionalmente, acabaría siendo para él la referencia decisiva que motiva su temprano distanciamiento de la estética simbolista, de la que se alejará para iniciar un acercamiento a posiciones que, sin ánimo de ofender, calificaré de aproximadamente realistas. Todo sucede en pocos meses del año 1904. El cambio es tan súbito que parece obedecer más a una mutación que a un proceso de evolución. Veamos cómo pasa de lo uno a lo otro.En una carta fechada en 1903, Machado saluda con juvenil entusiasmo «al autor de Arias tristes» como dechado de poetas: «He recibido su libro admirable —dice—, que leo y releo para empaparme de él y poder escribir algo de mi gusto» (1.458). Elogios aún más encendidos, si cabe, dedicará en 1904 al libro Jardines lejanos, en el que observa y admira sus aspectos específicamente simbolistas: «V. ha oído los violines que oyó Verlaine y ha traído a nuestras almas violentas, ásperas y destartaladas otra gama de sensaciones dulces y melancólicas» (1.465).Pero en marzo del mismo año, apenas dos meses después de haber escrito esas palabras entusiastas, Machado publica en El País una crítica a Arias tristes (1.469) en la que los reiterados elogios envuelven serias disensiones; unos comentarios, en apariencia inocuos, a tan «hermoso libro» —«Juan Ramón Jiménez no sabe lo que es tristeza...»; «Juan R. Jiménez se ha dedicado a soñar, apenas ha vivido vida activa, vida real...»— derivan en un franco reproche que hace extensivo a toda la promoción modernista, en la que el poeta en funciones de crítico todavía se incluye. Escribe Machado: De todos los cargos que se han hecho a la juventud soñadora, en cuyas filas aunque indigno milito, yo no recojo más que dos. Se nos ha llamado egoístas y soñolientos. Sobre esto he meditado mucho y siempre me he dicho: si tuvieran razón los que tal afirman, debiéramos confesarlo y corregirnos. Porque yo no puedo aceptar que el poeta sea un hombre estéril que huya de la vida para forjarse quiméricamente una vida mejor en que gozar de la contemplación de sí mismo [...]: ¿no seríamos capaces de soñar con los ojos abiertos en la vida activa, en la vida militante? Acaso, entonces, echáramos de menos en nuestros sueños muchas imágenes, y tal vez entonces comprendiéramos que éstas eran los fantasmas de nuestro egoísmo, quizá de nuestros remordimientos (1.470). Palabras duras: «egoísmo», «remordimientos». ¿Qué ha pasado en el ánimo de quien sólo unos meses antes se deleitaba oyendo en los libros de Juan Ramón el eco de los violines de Verlaine?Es muy probable que Machado se reconociera con disgusto en el personaje que acabó viendo en los versos de Arias tristes: una «sombra» que Juan Ramón Jiménez proyecta en un paisaje soñado, irreal, «forjado» por un poeta que ha perdido la conciencia de su identidad. «Todas las poesías de este libro —observa Machado— son en el fondo la misma interrogación: [...] esa sombra, / ¿será esa sombra mi alma?» Ésa era, más o menos, la pregunta que, en Soledades, el propio Machado, o su «desolado fantasma», había dirigido a su vieja amiga la noche: «dime si sabes, vieja amada, dime / si son mías las lágrimas que vierto».La crítica al libro de Juan Ramón Jiménez tiene mucho de autocrítica. La reacción en contra del autor de Arias tristes es también una reacción en contra del autor de Soledades. Lo dice expresamente: «lejos de mi ánimo el señalar en los demás lo que veo en mí».¿Habría reaccionado Machado en contra de su propia poesía si esos rasgos que le disgustan —ensimismamiento, desconexión con la vida, egoísmo— no los hubiera visto objetivados en los libros de su amigo? Posiblemente sí, aunque tal vez no tan temprano. En cualquier caso, el hecho de reconocerse en la sombra solitaria del cantor de arias tristes fue el estímulo concreto que lo llevó en ese momento a salir del «siempre desierto y desolado retablo de sus sueños» y abrir los ojos a «la vida militante, activa». En la versión definitiva, Soledades, galerías y otros poemas conserva, por fortuna, la mayor parte de los poemas escritos en el interior de las galerías del alma, pero en las composiciones nuevas ya está presente la realidad (a veces en formas muy prosaicas: «moscas», por ejemplo). Y en el último poema escrito antes de dar el libro a la imprenta («Orillas del Duero»), el poeta está ya instalado en la tierra firme de los Campos de Castilla.Desde ese título, la obra poética de Antonio Machado crecerá en disidencia o en oposición a la estética que había determinado sus versos iniciales, como él reconoce en una escueta anotación de 1913: «Recibí alguna influencia de los simbolistas franceses, pero ya hace tiempo que reacciono contra ella» (1.524).A partir de 1904, su prosa desarrolla y amplía las ideas expuestas en la crítica a Arias tristes. «No debemos huir de la vida...»; «hay que soñar despierto...», reitera a Unamuno ese mismo año en carta que señala otro de sus puntos de fricción con el simbolismo: identificar el misterio con la belleza. «La belleza —corrige Machado— no está en el misterio, sino en el deseo de penetrarlo.» En 1916 completa, de momento, el pliego de cargos contra los simbolistas con un último reproche: creer que la intuición es suficiente para crear una obra de arte es, en su opinión, el error que los llevó a «su excesivo desdeño de las ideas». Frente a ese «extravío», Machado sostiene que el poeta debe «someter sus intuiciones a normas racionales» (1.586).Las negaciones de Machado derivan en propuestas afirmativas. Y a medida que se amplía el campo de lo negado, su pensamiento también se ensancha, se enriquece con nuevos planteamientos positivos, originales.Cuando, en torno a los años veinte, los experimentos vanguardistas y la ambición de pureza clausuran definitivamente la vigencia del modernismo, Machado encuentra en el arte nuevo otros motivos de disensión, que detecta puntualmente, con notable perspicacia y antelación, a medida que van tomando cuerpo en la obra de los jóvenes (y no tan jóvenes) poetas.En 1914 no se sabía aún por dónde iba a ir la poesía española, pero Machado advierte ya, en un poema de Moreno Villa, el que para él sería el rasgo más negativo de la lírica futura: «El peligro que puede correr este joven poeta es el del conceptismo. Hay en él imágenes que responden a intuiciones vivas; pero otras son coberturas de conceptos» (1.160).Mayor alarma debió haberle causado en 1916 observar el mismo fenómeno en el libro Estío, de Juan Ramón Jiménez: «este gran poeta andaluz —escribe Machado en su cuaderno— sigue, a mi juicio, un camino que ha de enajenarle el fervor de sus primeros devotos. Su lírica —de J. Ramón— es cada vez más barroca, es decir, más conceptual y al par menos intuitiva. [...] En su último libro, Estío, las imágenes sobreabundan, pero son cobertura de conceptos» (1.190).Con Estío, Juan Ramón Jiménez consuma su tardía deserción del modernismo —ya era hora, en 1916— y, bajo el signo de la «desnudez», emprende la escritura de la que considera su verdadera obra: todos sus libros anteriores eran sólo un ensayo: «borradores silvestres». La observación de Machado era acertada. En su segunda etapa, Juan Ramón Jiménez no apela al sentimiento, sino a la inteligencia: Inteligencia, dame / el nombre exacto de las cosas! / Que mi palabra sea / la cosa misma..., escribe en Eternidades (libro de 1920). Esa actitud podía haberle gustado a Machado, en cuanto a que significaba la vuelta a una objetividad que él también perseguía; pero no. Machado desaprueba lo que él llama el «fetichismo de las cosas», síntoma del descrédito del sentimiento. Sólo porque desconfía de su «íntimo sentir», el poeta crea imágenes que «pretenden ser transubjetivas, tener el valor de cosas» (1.214).Pese a su perspicacia, Machado tardó en ver que si, al publicar Estío, Juan Ramón se arriesgaba a perder el fervor de sus primeros seguidores, la pérdida iba a estar compensada por el favor aún más fervoroso de una pléyade de brillantes discípulos: los integrantes del llamado «grupo poético del 27», cuyo trabajo inicial se atendría a dos modelos: la «poesía desnuda» de Jiménez, y la «poesía pura» de Valéry.Cuando la vanguardia —ultraísmo, creacionismo— hace su ruidosa irrupción en la escena literaria española, Machado entiende al fin que el conceptismo, la sobreabundancia de imágenes y el barroquismo que había advertido en Moreno Villa y Juan Ramón Jiménez no eran fenómenos aislados y pasajeros, sino los primeros síntomas de una actitud pronto generalizada y duradera, de una «pertinaz manera de ver —apunta y subraya en Los complementarios—, tan en pugna con la mía» (1.208).En esa breve anotación «al margen de un libro de V. Huidobro», Machado trata de buscar «nuevas razones» que justifiquen «una lírica que sólo se cura de crear imágenes». Y las nuevas razones no podían ser, en su opinión, «una creación ex nihilo de la razón pura, sino una superación de las viejas». Sin embargo, lo que de su análisis se deduce es que no hay tal superación de las razones viejas, sino reincidencia en los viejos desvaríos, resumidos en «la parte realmente débil» de la obra de Mallarmé: «la creencia supersticiosa en la virtud mágica del enigma», el empeño en enturbiar los conceptos con metáforas, que serán sólo «de buena ley cuando se emplean para suplir la falta de nombres propios y de conceptos únicos». Pero «silenciar los nombres directos de las cosas, cuando las cosas tienen nombres directos, ¡qué estupidez!».La negación del simbolismo, que Machado matiza («Mallarmé sabía también, y éste es su fuerte, que hay hondas realidades que carecen de nombre»), se combina ahora con ataques al «barroco literario español». En el barroco, por el uso lógico de las metáforas como cobertura de conceptos, encuentra Machado la cifra y la caricatura de todos los errores de la nueva lírica.En 1920, el simbolismo, tal y como él lo había entendido y practicado, era ya historia. Y si vuelve a señalar los que él juzga desvaríos del simbolismo (y del barroquismo), no es ya para descalificar a simbolistas y barrocos, sino para refutar otras estéticas.Ante el rico muestrario de «ismos» y tendencias que, en los años veinte, ofrece la lírica española, el pensamiento a la contra de Machado apunta simultáneamente a varias direcciones: contra el ultraísmo-creacionismo («lírica al margen de toda emoción humana, [...] juego mecánico de imágenes, [...] arte combinatorio de conceptos hueros», 1.653); contra el surrealismo («ilogismo sistemático captado en las cerebraciones semicomatosas del sueño», 1.359); contra la poesía pura (a la que dedica una negación también pura: esa poesía, «de la que oigo hablar a críticos y poetas, podrá existir, pero yo no la conozco», 1.662); contra el barroquismo recuperado y homenajeado por los nuevos poetas en la figura de Góngora; y todavía y siempre contra ciertos aspectos del simbolismo, origen de las especies que proliferan en su entorno.Los ataques combinados al simbolismo y a la poesía pura le obligan a equilibrar y a sopesar cuidadosamente sus argumentos que, sin las constantes correcciones a que los somete, desembocarían en insolubles aporías. Lo que critica en unos como un exceso lo señala en los otros como una carencia. Si «el simbolismo declara la guerra a lo inteligible, y pretende una expresión directa de lo inmediato psíquico» (1.360), «horro, si posible fuera, de toda estructuración lógica» (1.362), los poetas nuevos, en cambio, «son más ricos de conceptos que de intuiciones, y con sus imágenes no aspiran a sugerir lo inefable, sino a expresar términos de procesos lógicos más o menos complicados» (1.764).Forzado por la necesidad de denunciar como insuficiente lo que en otras ocasiones rechaza por excesivo, Machado ajusta su pensamiento al «principio de la contradicción propiamente dicho» que, según él, regía el discurso de Bécquer: «sí, pero no»; sí a lo inteligible..., pero no; no a la intuición..., pero sí. Dicho en sus palabras: «No es la lógica lo que el poema canta, sino la vida, aunque no es la vida lo que da estructura al poema, sino la lógica» (1.653).Pero el ideario estético de Machado pronto se va a complicar con otras preocupaciones, que darán motivo a nuevas y tal vez más graves disidencias.En 1920, Machado responde a una encuesta dirigida a varios escritores por Cipriano Rivas Cherif sobre el tema «¿Qué es arte?». En su respuesta, elaborada al hilo —o mejor dicho, al bies— de algunas ideas expuestas por el Valle-Inclán todavía modernista, Machado se muestra más interesado en la trascendencia y la significación social del arte que en las cuestiones estéticas propiamente dichas. Expongo muy sumariamente sus ideas, porque la réplica a que van a ser sometidas derivará en una larga serie de contrarréplicas que estimulan y mueven hacia direcciones muy concretas el pensamiento original de Antonio Machado.Sostiene Machado en ese escrito (1.612) que, «hoy como ayer», existen dos categorías de artistas: una esencialmente creadora, «que transforma en arte lo que no es arte»; y otra «que somete a una segunda elaboración los productos ya elaborados por el arte». Los integrados en esta categoría, movidos por «el aristocraticismo inutilitario, o culto supersticioso a la inutilidad», se entregan «a toda suerte de bellos simulacros», y convierten el trabajo del artista en «actividad superflua»: sport, juego; el arte es para ellos «una finalidad sin fin».En contra de esa concepción del arte, Machado sostiene que «el arte es algo más [que juego]: es, ante todo, creación. [...] no es juego supremo, sino trabajo supremo»; una tarea trascendente que, sin desdoro de la estética, puede tener una finalidad e incluso una utilidad a la que no vacila en atribuirle dimensión social. «¿Podrá el artista —se pregunta Machado— desdeñar para su obra los nuevos anhelos que agitan hoy el corazón del pueblo?»; pregunta retórica que obtiene una respuesta para él obvia: «Indudablemente, no.» Frente a los defensores de un arte sólo artístico, afirma Machado que la materia con que el artista trabaja «no será nunca el arte mismo»; es un deber primordial para el artista mirar «no tanto al arte realizado como a las otras ramas de la cultura, y, sobre todo, a la naturaleza y a la vida».En los años veinte, ese modo de entender el arte debió haber parecido insoportablemente obsoleto. En aquellos años, las palabras de Machado debieron haber sido recibidas ni siquiera con hostilidad: con absoluta indiferencia; tiempo de soledad para el poeta eminentemente cordial que siempre fue Antonio Machado, que deja entrever su marginación en estos versos reveladores: Le tiembla al cantar la voz. / Ya no le silban sus coplas; / que silban su corazón. ¿Quién, especialmente entre los jóvenes, iba a tomar en cuenta las opiniones de «ese poetón aportuguesado», como dicen que lo llamaba Juan Ramón Jiménez, de ese «español antiguo, triste, apático, romántico y pobre», como lo definió Cansinos Assens? Nadie que yo sepa, con la única y notabilísima excepción del «joven maestro» José Ortega y Gasset.En La deshumanización del arte, ensayo publicado en 1925, Ortega, como Machado, aborda el tema estético desde un punto de vista sociológico, y tiene muy presentes, para negarlas una por una, las ideas que el poeta había expresado en su respuesta a Rivas Cherif. Y esa negación implica, curiosamente, la confirmación de las observaciones de Machado, que Ortega suscribe en su totalidad, o más bien reescribe, a veces con notable literalidad, para interpretarlas a su manera.Repitiendo exactamente el esquema trazado por Machado, y, lo que es más significativo, repitiéndolo en sus mismos términos y apelando a las mismas referencias, también Ortega habla de la existencia de dos tendencias: un «estilo» que establece conexiones «con los dramáticos movimientos sociales y políticos o bien con las profundas corrientes filosóficas»; y otro estilo «nuevo» que «solicita ser aproximado al triunfo de los deportes y los juegos». Reiteración tan clara de las observaciones de Machado no puede ser una casual coincidencia.Cuando Ortega señala que el «nuevo estilo» se define por la tendencia a evitar las formas vivas; a hacer que la obra de arte no sea sino obra de arte; a considerar el arte como juego y nada más; y a pensar el arte como una cosa sin trascendencia alguna, parece estar utilizando como falsilla las observaciones que, respecto al mismo fenómeno, había hecho Antonio Machado. En lo único que Ortega difiere —y la diferencia es abismal— es en la valoración de lo observado. Todo lo que Machado descalifica, Ortega lo justifica; y al revés. Veamos hasta qué punto.Si Machado había rechazado el arte como juego por lo que tiene de «actividad superflua», Ortega lo defiende precisamente por lo que ve en él de «pueril». Machado afirmaba que la «gran nobleza del arte» consiste en no despojar la vida «de su contenido real [...], de la necesidad, del dolor y de la fatiga»; Ortega atribuye «cierta dosis de grandeza» al «nuevo estilo» porque «salva al hombre de la seriedad de la vida». Machado se manifestó en contra del «aristocraticismo inutilitario»; Ortega aboga por un «arte de privilegio, de nobleza de nervios, de aristocracia instintiva». Machado creía un «deber primordial del arte mirar la naturaleza»; Ortega afirma un tanto belicosamente que la nueva poesía es «el arma lírica [que] se revuelve contra las cosas naturales y las vulnera y asesina».Y así sucesivamente. Sería fácil, pero demasiado largo, mostrar que apenas hay una idea en el citado artículo de Machado que Ortega no recoja e invierta. Ambos consideran el arte desde posiciones opuestas: Ortega en coincidencia con su tiempo; Machado en abierta disidencia.Machado, que se sabía parte interesada en esa historia, en algún momento sugirió que sus notas sobre poesía lírica podrían ser una respuesta a las objeciones que algunos críticos hicieron a su obra y a su ideario estético (1.313). Ortega, en cambio, se sitúa por encima del bien y del mal, y, aun reconociendo que se acercó al tema con «un estado de espíritu lleno de previa benevolencia», pretende hacer creer que su ensayo es un diagnóstico imparcial del arte de su tiempo. «Me ha movido exclusivamente la delicia de intentar comprender —ni la ira ni el entusiasmo», reitera en la conclusión de su trabajo. Pero, aunque insista en proclamar la objetividad de su análisis, los adjetivos lo traicionan; inmediatamente después de haber declarado su neutralidad, el filósofo afirma con incontrolado entusiasmo: «La empresa que acontece es fabulosa —quiere crear de la nada»; apreciación que, dicho sea de paso, sólo puede ser interpretada como una réplica a Antonio Machado que, en el citado texto, había hecho esta categórica afirmación: «El artista no puede crear ex nihilo como el Dios bíblico.»Hasta aquí es Ortega el que parece actuar como antagonista de Machado. Pero los papeles pronto van a invertirse. La contrarréplica de Machado no se haría esperar. En sus «Reflexiones sobre la lírica», publicadas también en 1925, Machado cita de pasada (y muy respetuosamente) La deshumanización del arte, rótulo con el que tenía que estar de acuerdo, pues resume muy expresivamente su propio pensamiento. No lo estaba, sin embargo, con la significación que Ortega atribuía al arte deshumanizado, en el que veía «la victoria de los valores de la juventud sobre los valores de senectud»; juicio que Machado negará de modo tajante afirmando justamente lo contrario: para él, el arte nuevo representa «lo viejo y caduco en un rápido proceso de desintegración [...] los estrepitosos ruidos de lo inerte» (1.654).No es la primera vez que Machado se manifiesta en desacuerdo con Ortega. La crítica a sus Meditaciones del Quijote (1.560), publicada en 1915, es un texto en cierto modo intrigante, en primer lugar porque Machado, que no era un habitual reseñador de libros, no estaba obligado a escribir sobre la obra de un amigo, que, evidentemente, no le gustó. ¿Lo hizo para defender a su siempre admirado Unamuno, a quien Ortega, de pasada y sin nombrarlo, descalifica como cervantista o, mejor dicho, por quijotista? Puede ser.En cualquier caso, los elogiosísimos párrafos que Machado dedica al autor de Vida de Don Quijote y Sancho contienen una tácita réplica a Ortega: «El egregio ex rector de Salamanca —dice, entre otras cosas, Machado— libertó a Don Quijote, no sólo de sus rencorosos y mezquinos comentaristas, sino del propio libro en que yacía encantado.»Precisamente eso es lo que proponía Ortega: meter a don Quijote en su libro, y quitarse de en medio su triste figura para centrar la atención en Cervantes. Según Ortega, «el verdadero quijotismo es el de Cervantes, no el de don Quijote», personaje al que sólo ve como la condensación particular de un estilo: el de Cervantes.Ante esas apreciaciones, la reacción de Machado es inequívoca. No se trata ahora de alusiones más o menos indirectas, de réplicas más o menos veladas. Machado cita literalmente párrafos del libro de Ortega para refutarlos sin apelación. «Con dificultad encontraréis en el Quijote una ocurrencia original, un pensamiento que lleve la mella del alma de su autor», escribe Machado. Y añade: «la materia cervantina es el alma española, objetivada ya en la lengua de su siglo. Es en vano buscar a Cervantes, rebuscando en su léxico [...]. Cervantes no aparece entonces por ninguna parte...».Desde esa negación, Machado elabora su personal teoría de Cervantes y el Quijote. Cervantes es para él, «ante todo, un gran pescador de lenguaje, de lenguaje vivo». Y su pretendido estilo, el «elemento simple de su obra, no es el vocablo, sino el refrán, el proverbio, la frase hecha, el donaire, la anécdota, el modismo, el lugar corriente, la lengua popular, en suma...».En las apostillas al texto de Ortega está el origen de una prolongada reflexión sobre «el alma del pueblo» y la significación del folclore, que Machado devanará largamente, y que Mairena lleva a un extremo cuando afirma que «en nuestra gran literatura, casi todo lo que no es folklore es pedantería» (1.996); declaración un tanto excesiva, que el propio Machado califica de «desmesurada», aunque encuentre en ella un «profundo sentido de verdad» (2.202).Pero volvamos a La deshumanización del arte, que es el motivo yo creo que en alguna medida determinante de ciertas zonas del pensamiento en disidencia de Antonio Machado. Machado ya había apuntado el desacuerdo con el ensayo de Ortega en algunos párrafos de sus «Reflexiones sobre la lírica», pero donde lo somete a una revisión más completa y sistemática es en su proyectado discurso de ingreso en la Academia Española.En ese texto ya casi terminado, y sin duda muy meditado —tuvo años para pensarlo—, Machado recoge todo o casi todo lo que hasta entonces había escrito sobre poesía, y sugiere algunas ideas nuevas que desarrollará después. Pero, en el replanteamiento de su viejo pleito con simbolistas, barrocos, vanguardistas y poetas puros, se adivina ahora, como contendiente principal, la figura del ideólogo y a la vez (queriendo o sin querer, aunque yo creo que queriendo) paladín del «nuevo estilo». La mayor parte de lo que Machado dice en el inacabado discurso, incluso cuando reitera sus viejos argumentos, parece responder a la intención de refutar las ideas acerca de un arte sólo artístico, expuestas por Ortega en La deshumanización del arte. De otro modo, no se entendería bien su desdeñosa actitud hacia «las bellas letras», que, como una previa declaración de principios, exhibe un tanto provocadoramente en los prolegómenos de su disertación. «Soy poco sensible a los primores de la forma, a la pulcritud y pulidez del lenguaje, y a todo cuanto en literatura no se recomienda por su contenido», declara, para empezar, Antonio Machado.Nunca se había mostrado el poeta tan displicente con la forma ni tan decididamente contenidista. No creo pecar de suspicaz en exceso si pienso que esa declaración es una réplica al Ortega que propone contemplar el arte como quien, al ver un jardín detrás del vidrio de una ventana, concentra su atención en el vidrio y se desentiende del jardín. El empeño de Machado en relegar el arte a un segundo lugar en el orden de sus preferencias no deja de ser significativo: «Amo a la naturaleza —insiste—, y al arte sólo cuando me la representa o evoca.» Machado había manifestado en otras ocasiones su interés por la naturaleza, pero el énfasis con que ahora lo reafirma parece —y, deliberado o no, de hecho lo es— un reto al Ortega que, en un incontrolado rapto de entusiasmo ante el nuevo estilo, proclama como «el don más sublime» el intento de «crear algo que no sea copia de lo “natural”». Para Machado, en cambio, lo natural debía ser un modelo hasta para el estilo: «la palabra escrita —dice— me fatiga cuando no me recuerda la espontaneidad de la palabra hablada». En este momento, Machado no está invalidando únicamente el estilo defendido por Ortega, sino también el estilo del propio Ortega (del que, dicho sea de paso, llegó a tener una pobre opinión, que expresa en carta a Guiomar: «Ortega tiene mucho talento, pero es, decididamente, un pedante y un cursi» (1.690).Establecidos los principios generales que rigen su ideario estético, Machado se dispone a exponer, a la luz de ellos, el tema de su discurso: la poesía. Y lo hace merodeando por los mismos parajes por los que había transitado el pensamiento de Ortega, y deteniéndose en los mismos puntos que habían merecido la atención del filósofo: la función de las imágenes en la lírica, el romanticismo, el simbolismo, Proust y Joyce, y, en resumen, pues sería larga la enumeración de los lugares comunes a ambos escritores, todos los rasgos característicos del arte de su tiempo que permiten hablar de una poesía deshumanizada, «para emplear —señala Machado con cortesía no exenta de afectuosidad— la certera expresión de nuestro Ortega y Gasset».Cortesía, respeto, afecto, sí; pero no. Machado se dispone ahora a representar el papel de antagonista.Al replantear los asuntos tratados en La deshumanización del arte, Machado se manifiesta en abierta discrepancia con las valoraciones del «joven maestro». Si Ortega, decretando el divorcio definitivo entre vida y poesía, había dicho que «el poeta empieza donde acaba el hombre», Machado afirma que «toda intuición [poética] es imposible al margen de la experiencia vital de cada hombre». El siglo XIX, de signo marcadamente realista para Ortega —su arte, dice, «no es arte, sino extracto de la vida»—, es para Machado un período eminentemente lírico y propicio a las formas subjetivas del arte. Mientras Ortega considera que Proust y Joyce ejemplifican la superación del realismo decimonónico, Machado ve a esos autores como los grandes epígonos del siglo romántico al que, antes que superar, clausuran sin remisión; «Si la obra de Proust es literalmente un punto final —dice Machado— [...], la obra de Joyce es una vía muerta, un callejón sin salida del solipsismo lírico del mil ochocientos». Ortega, que pensaba que «la metáfora es probablemente la potencia más fértil que el hombre posee», había proclamado lapidaria y triunfalmente: «La poesía es hoy el álgebra superior de las metáforas.» Machado repite la observación de Ortega y recoge su terminología matemática: el poeta actual, según él, «pretende que sus imágenes alcancen un valor algebraico...»; pero en su opinión ese valor nada tiene que ver con la lírica, se reduce a «puro juego del intelecto [...] arte combinatorio más o menos ingenioso». Ortega apela una y otra vez a la expresión «nueva sensibilidad» para justificar las innovaciones del nuevo estilo. Machado niega validez a esa expresión y propone otra alternativa que, andando el tiempo, haría fortuna. Inequívoca es la alusión a Ortega en estas palabras: «Nueva sensibilidad es una expresión que he visto escrita muchas veces [...]. Confieso que no sé, realmente, lo que puede significar. [...] Nueva sentimentalidad suena peor y, sin embargo, no me parece un desatino.»De ese modo, siguiendo las pautas que marca «el joven maestro», Machado organiza su proyectado discurso académico como un desarrollo contrapuntístico disonante respecto a la línea argumental que domina en La deshumanización del arte. Lamento no disponer de tiempo para analizar todas las notas que configuran ese riguroso e inarmónico «punto contra punto».Quiero, sin embargo, detenerme todavía en unos párrafos del ensayo de Ortega que debieron resultarle a Machado particularmente estimulantes para escribir lo contrario de lo que en ellos se dice. Supongo que Machado tendría poco que objetar a la división del público en las dos categorías establecidas por Ortega: los que entienden y los que no entienden. Posiblemente admitiría también, aunque quizá de mala gana, el corolario que de esa clasificación se deriva: «el arte nuevo no es para todo el mundo». Pero, dada su instintiva antipatía por las actitudes aristocratizantes, lo que Machado no podía aceptar es que el arte nuevo estuviera previamente orientado o, como Ortega enfatiza, desde luego «dirigido a una minoría especialmente dotada»; observación de la que se desprende que si ese arte dirigido «no es para todos», es porque el artista no quiere que sea para todos. El problema que el arte nuevo plantea a Machado no es tanto de resultados como de intenciones: su dificultad no parece obedecer sólo a exigencias de un estilo, sino también, de algún modo, a la pretensión de excluir a los más de los dominios del arte.Frente a esa concepción restrictiva del arte, Machado adopta una posición abierta y generosa, que busca la integración de los que no entienden: la difusión de la cultura para «despertar las almas dormidas y acrecentar el número de los capaces de espiritualidad».Hay ciertas dosis de didactismo en esa propuesta; no en vano Machado se había educado en la Institución Libre de Enseñanza. Pero también Ortega, que estudió con los jesuitas, atribuía al arte nuevo saludables y pedagógicos efectos secundarios. Porque, según él, las dificultades que el artista crea tienen la virtud de poner en su sitio a los que no entienden, de forzarlos a reconocer de una vez por todas su torpeza y su incapacidad: ante el arte joven —dice textualmente Ortega— «queda el hombre como humillado, con una oscura conciencia de su inferioridad». Y esa conciencia «obliga al buen burgués a sentirse tal y como es: buen burgués, ente incapaz de sacramentos artísticos, ciego y sordo a toda belleza pura».[Qué casualidad: muy poco después afirmaría Mairena que la burguesía «no es una clase tan despreciable» (1.914). Y José Meneses, el inventor de la máquina de trovar, atribuirá al «buen burgués» (sic) lo que Ortega le niega: «la superstición de lo selecto» (709).]En cuanto a la «masa» —o «pueblo»; aquí se le escapa al filósofo una identificación reveladora de ciertos entresijos ideológicos de su pensamiento que siempre trató de ocultar—, «habituada a predominar en todo», lo único que le queda ante ese «arte de privilegio» es comportarse como un cuadrúpedo: «cocear» a «las jóvenes musas» que la ofenden «en sus derechos del hombre». [Nota bene: este tono agresivo, violentamente descalificador de Ortega, es una clave que permite adivinar a quién tiene Machado en mente cuando habla de la «matonería crítica» o «intelectual» de ciertos pensadores españoles, «no exenta de ingenio, gracia y toda suerte de atractivos literarios» (1.639 y 2.334).]Ese planteamiento abiertamente clasista, que asocia a «los que no entienden» con estamentos sociales muy concretos (la burguesía, el pueblo), es objeto de la decidida repulsa de Machado, para quien «la defensa de la cultura como privilegio de clase implica [...] defensa inconsciente de lo ruinoso y muerto y, más que de valores actuales, defensa de prestigios caducados».Es cierto que semejantes consideraciones, aunque en su proyectado discurso funcionen como una respuesta a La deshumanización del arte, se le habían ocurrido a Machado antes de la publicación de ese ensayo. En Los complementarios hay dos notas (1.201 y 1.227) contra el «aristocraticismo en la cultura, en el sentido de hacer de ésta un privilegio de casta», y a favor de una cultura para todos. En 1922, una de esas notas aparecerá casi sin variantes (1.636) en La Voz de Soria.Pero el hecho es que, desde la publicación de La deshumanización del arte, el problema de la difusión de la cultura se convierte en uno de los temas más frecuentados por Antonio Machado, que arrecia también a partir de entonces sus ataques contra el señoritismo y el aristocraticismo, relacionándolos, yo creo que maliciosamente, con «la educación jesuítica» (2.164). Y todo eso irá a más cuando Ortega publique La rebelión de las masas. A partir de ese momento, el recital a dos voces discordantes que ofrecen el poeta y el filósofo cambia de tema: de la estética a la sociología para derivar inevitablemente de la sociología a la política.En La deshumanización del arte, Ortega anticipa alguna de las ideas generadoras de La rebelión de las masas, especialmente en el pasaje que denuncia, como una «profunda e irritante» injusticia, «el falso supuesto de la igualdad real entre los hombres». Machado tardará aún en replicar a ese aserto; pero ya en el proyectado discurso de ingreso en la Academia, yo creo que motivado por los nuevos planteamientos de Ortega, se adelanta a justificar «la aspiración de las masas hacia el poder y hacia el disfrute de los bienes del espíritu».Inicia en este punto Machado una larga reflexión dedicada a defender la legitimidad de las aspiraciones populares, en reto manifiesto a los que «avara y sórdidamente», se oponen —¿quién más que Ortega?— «a que las masas entren en el dominio de la cultura y de lo que en justicia les pertenece» (1.811).Y sigue el disonante punto contra punto.Contra el Ortega que afirmaba la básica desigualdad de los hombres, Juan de Mairena desempolva ante sus alumnos un viejo proverbio castellano, que él y el propio Machado repetirán insistentemente: «Nadie es más que nadie»; «por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre» (1.932).Y contra todo el Ortega de La rebelión de las masas, en lo que en términos parlamentarios se llamaría una enmienda a la totalidad, y en la jerga de los nuevos teóricos de la literatura un acto (perfecto) de «desconstrucción», Machado termina negando la premisa mayor de su tesis: la existencia de las masas. «El hombre masa no existe —dice Juan de Mairena—; las masas humanas son una invención de la burguesía, una degradación de las muchedumbres de hombres, basada en una descualificación del hombre que pretende dejarle reducido a aquello que el hombre tiene de común con los objetos del mundo físico» (2.204).Basten esos ejemplos (podrían ponerse muchos más) para mostrar que hay una relación de causa a efecto entre lo que Ortega dice y lo que Machado piensa. O mejor dicho: una relación entre lo que Ortega dice y la manera en que Machado formaliza y modula —tonos, matices, expresiones, imágenes— lo que en cualquier caso iba a pensar. Machado ya había escrito contra la nueva lírica cuando Ortega publica La deshumanización del arte. Pero ese ensayo le dio nuevos motivos, argumentos e ideas para reafirmar su pensamiento de otro modo —más radical, si cabe.Lo mismo puede decirse de La rebelión de las masas. Yo creo que el creciente radicalismo del pensamiento de Machado, con independencia de lo que deba —que no es poco— a sus «gotas de sangre jacobina», es, en alguna medida, una respuesta a las también cada vez más radicales actitudes elitistas de Ortega.La divergencia de sus respectivos radicalismos obedece, en el fondo, a diferencias de temple anímico y moral, de sensibilidad, como diría Ortega, o de sentimentalidad, que diría Machado: incluso a diferencias de educación primaria. Ese conjunto de condicionamientos es lo que lleva a uno a ver con desconfianza e irritación la «indocilidad de las masas», y al otro a considerar con simpatía la posibilidad, no ya de una rebelión, sino de una revolución en su sentido más riguroso: «la revolución que es siempre desde abajo y la hace el pueblo» (2.164).Estas palabras, escritas en Madrid en agosto de 1936, podrían atribuirse a un arrebato motivado por las circunstancias. Pero el arrebato viene de mucho más lejos, se remonta al menos a 1912, el año en que Machado se instala en Baeza, procedente de Soria. En «la tierra de Soria árida y fría» sólo podía compartirse la pobreza. En cambio, en los «campos ubérrimos de Jaén», la injusta distribución de la riqueza era un irritante escándalo. Al menos, así lo vio Antonio Machado, que en carta a Unamuno, datada en Baeza y en 1913, tras describir el desolador clima socioeconómico de la ciudad (situada «en la comarca más rica de Jaén» y «poblada por mendigos y señoritos arruinados en la ruleta»), comenta: «Cuando se vive en estos páramos espirituales no se puede escribir nada suave, porque necesita uno la indignación para no helarse también» (1.534).Y algunas cosas nada suaves escribió por aquellos años, en prosa y en verso, el poeta.Quiero recordar, aunque sean textos muy conocidos, el poema en que, frente a la «España inferior que ora y embiste», Machado pone su esperanza en otra «España implacable... que alborea / con un hacha en la mano vengadora». Y los versos incendiarios dedicados a Azorín, a quien propone con carácter de urgencia las mismas violentas soluciones: «hay que acudir, ya es hora, / con el hacha y el fuego al nuevo día». Y el poema titulado «Los olivos», en cuyo final, tras haber contemplado el panorama miserable de un pueblo andaluz en el que destaca la presencia de un convento llamado, irónicamente, «de la Misericordia», el poeta, presa de «agria melancolía», invoca a los «santos» cañones del general alemán Von Kluck para que desvelen el secreto que encierra esa «casa de Dios», esa «amurallada piedad», «erguida / sobre este burgo sórdido, sobre este basurero».¿Cómo debe entenderse todo eso? El poeta lo explica en carta a Ortega fechada en 1914, cuando su relación epistolar con el filósofo era frecuente. En esa carta, Machado reflexiona sobre los desastres de la política española y, con mayor violencia aún que en sus versos, se muestra partidario de barrer (¡y de fusilar!) a toda una «pandilla» de políticos incompetentes e inmorales: «obra santa» que, en su opinión, «debe encomendarse al pueblo». Y lo admite clara, casi retadoramente: «¿Que eso es hablar de revolución? ¿Y qué?» (1.555).Machado se expresa con justeza: eso es, efectivamente, «hablar de revolución». Pero ya se sabe que del dicho al hecho hay un trecho —aunque no demasiado grande en su caso. Pese a que a veces se manifieste como tal, Machado no puede ser definido en puridad como un revolucionario. Él fue un fervoroso republicano, partidario del diálogo inteligente y amoroso —sus modelos: Platón y Cristo—, que entendió y llegó a defender la legitimidad de la revolución cuando el diálogo no lleva a ninguna parte. Para ilustrar su actitud, a Machado se le ocurrió la parábola del cochero loco o borracho que conduce a los pasajeros al precipicio; en ese caso, la única solución es arrojar violentamente a la cuneta al insensato conductor. Y concluye Machado, a modo de moraleja: «Revolución se llama a esa fulminante jubilación de cocheros borrachos. Palabra demasiado fuerte. No tan fuerte, sin embargo, como romperse el bautismo» (1.173).Todos los versos y prosas citados los escribió Machado en Baeza, entre 1913 y 1915, en el que podríamos llamar su período de indignación. El verso de Antonio Machado volverá a fluir por cauces de serenidad. Pero su pensamiento quedó marcado desde entonces por un sentimiento de simpatía hacia el socialismo (pese a no reconocerse como «un verdadero socialista», creía que «el socialismo es la gran esperanza humana», 2.116) y de comprensión, e incluso de aceptación, de las soluciones revolucionarias, que no rectificará cuando la revolución sea en Europa un hecho consumado y para muchos aterrador; en cambio, al poeta, en 1919, le hacía mucha «gracia» el espectáculo, «en la Hesperia triste», de ese [...] hombrecillo que fumay piensa, y ríe al pensar:cayeron las altas torres;en un basurero estánla corona de Guillermo,la testa de Nicolás! Si en 1904 inicia Machado su retirada de las posiciones simbolistas, a partir de 1912, en todo lo que publica durante los años indignados de Baeza deja muy claro su distanciamiento de los planteamientos noventayochistas. Ya no se trata de pesimismo, de dolor de España, de vagos propósitos regeneracionistas: la suya es una indignación que reclama soluciones radicales. Creo que su actitud de comprensión hacia las soluciones revolucionarias es importante porque, por paradójico que pueda parecer, fue lo que le permitió pensar y comportarse como un liberal hasta el final de sus días. El miedo a la revolución paralizó el pensamiento liberal de los liberales más conspicuos, y llevó a muchos a renuncias y a filiaciones en ellos impensables. A diferencia, otra vez, de sus contemporáneos —con la excepción, quizá única, de Valle-Inclán— Machado nunca pensó atenazado por ese miedo. Liberado del miedo, el pensamiento de Machado circula en dirección contraria —es decir, por la izquierda— a la que siguieron sus grandes compañeros de generación, hasta cruzarse con alguno de ellos en el camino que lo llevó desde el modernismo y el noventayochismo hasta los aledaños del realismo y del socialismo.Estoy pensando en José Martínez Ruiz, anarquista —es cierto que un tanto de guardarropía— en su juventud, transformado pronto, dicho con versos del propio Machado, en el «admirable Azorín, el reaccionario / por asco de la greña jacobina». Y en el Unamuno socialista de sus primeros años bilbaínos, convertido finalmente en el Unamuno agonista, que clausura por inútiles o vanas sus iniciales preocupaciones. («¿Cuestión social? —dice en su nombre don Manuel Bueno—. Deja eso; eso no nos concierne.»)Por último, la guerra española fue la piedra de toque definitiva que permite comprobar la divergencia de la trayectoria elegida por Antonio Machado respecto a la que siguió el resto de sus viejos amigos: Ortega y Gasset, Pérez de Ayala, Azorín, Baroja, su propio hermano Manuel... En la hora terrible de la verdad (y de muchas mentiras), y entre los supervivientes del período noventayochista, él fue uno de los muy pocos que defendieron hasta el final la causa republicana: la causa de su vida, que acabó siendo también la de su muerte. En ese momento difícil, Machado se quedó verdaderamente solo. Compensación: el acercamiento de los poetas jóvenes, que hasta entonces habían recibido (o ignorado) su obra con casi absoluta indiferencia.Sus prosas de guerra, que en conjunto son, a mi entender, el más certero y penetrante análisis escrito en aquellos años sobre la crisis de España y de Europa, también dan por rachas, tácitamente, noticia de su soledad; notas rememorando a los amigos muertos, cartas a los amigos lejanos agradeciendo o solicitando un gesto de solidaridad; y amargas reconvenciones, sin citar nombres, a quienes abandonaron o traicionaron a la República: «alguien que fuera de España, en la brumosa Albión [...], no duerme porque como Macbeth, ha asesinado un sueño, y no precisamente en su castillo de Escocia, sino en el corazón de la City» (2.483); ciertos pensadores que, «en las horas pacíficas, se venden por filósofos y ejercen una cierta matonería intelectual... y en tiempos de combate se dicen au-dessous de la mêlée» (2.333).Me hubiera gustado contrastar el «Epílogo para ingleses» que Ortega añade a La rebelión de las masas, datado en París y abril de 1938, con los artículos que en los últimos meses de ese mismo año escribe Machado en Barcelona, «desde el mirador de la guerra». Ortega estaba a punto de ver realizada su idea: la sumisión de las masas; Machado estaba presenciando el desvanecimiento de su sueño: aquella República de trabajadores de todas clases, en la que había puesto tantas esperanzas. Pero no tengo ya tiempo para entrar en esos contrastes (muy violentos).Ahora sólo me queda tiempo para dar una explicación que creo oportuna. No ignoro —es imposible ignorarlo— que en la inmensa bibliografía existente sobre la obra de Antonio Machado, las aportaciones de algunos miembros de esta Academia han sido muy importantes. Hablar yo de Antonio Machado ante eminentes personalidades que tantas y tan penetrantes cosas dijeron acerca de su poesía y de su pensamiento, puede, en principio, parecer un acto, ya que no petulante, al menos arriesgado. Si, tras algunas dudas, asumí ese riesgo, fue por dos razones que acaso valgan para justificar mi atrevimiento. La primera ya quedó dicha: mi admiración por el poeta, el pensador y la persona Antonio Machado.La segunda razón es un tanto anecdótica, tal vez trivial. Dentro de unas horas —mañana, 24 de marzo, sin ir más cerca— se cumple el 70 aniversario de la elección de Antonio Machado como miembro de la Academia Española de la Lengua: un hecho y una fecha que él mismo pareció olvidar. Remediar su propio olvido, traer aquí las palabras —aunque sea en una borrosa referencia— que fueron escritas para ser aquí leídas, es un homenaje, si se quiere mínimo, que yo he querido tributar a quien considero el poeta español más importante de este siglo.Muchas gracias a los señores académicos por la distinción; y a todos por la atención y la presencia. * Los números entre paréntesis remiten a las páginas en que se encuentran las palabras citadas, o los artículos donde aparecen; referencia: Antonio Machado, Poesía y Prosa, edición crítica de Oreste Macrì, Madrid, 1989. Fecha de publicación: 1997

LOS AMORES PLATÓNICOS........GUIOMAR

pilar valderrama, tambien poetisa.
A INÉS, GEMA Y BARBARA, QUE ME REGALARON LIBROS DE ANTONIO MACHADO Y ME LOS DEDICARON CON ENTUSIASMO.

jueves, 5 de junio de 2008

RECITANDO POESIAS EN COLLIOURE A MACHADO

muchas gracias
a jose benito que me llevo alli a recitar poesias y a ana que tantos libros me a regalado sobre antonio machado

LA FRANCIA REPUBLICANA

A FERNANDO QUE COMPARTIMOS NUESTROS GUSTOS POR EL JAZZ Y EL CINE DE SIEMPRE

EXILIO EN COLLIOURE (Francia)

A TERESA QUE ME ESTA CONTAGIANDO SU APASIONAMIENTO POR LA OPERA COMO EL QUE TENGO POR EL AUTOR DE SOLEDADES Y POESIAS DE LA GUERRA, LIBROS QUE ELLA ME REGALO TAN CARIÑOSAMENTE

COLLIOURE (Francia)

A MONTSE Y A RAFA QUE ME ESTAN HACIENDO MÁS MACHADIANO DE LO QUE YA ERA ANTES DE CONOCERLES